Una historia del hotel que ya no está - Por Javier Hernández

“El hotel de los Inmigrantes habrá pagado su falta de humildad porque envejeció rápido...”

Una historia del hotel que ya no está - Por Javier Hernández
Una historia del hotel que ya no está - Por Javier Hernández

“Este quiosco es muy extraño y no te hablo del ruido de tablas que nadie pisa, porque el salón seguramente cruje de viejo”, me confió el Ruso Bauer una tarde, mientras hojeaba una pila de viejas revistas El Gráfico buscando alguna que viniera del futuro.

Eso ocurrió en la esquina de Defensa y 25 de Mayo, donde alguna vez atendió el hotel de los Inmigrantes, un edificio en dos plantas que nació con el siglo pasado.

Cuentan que era imponente para la época, que su comedor ofrecía lo mejor de la zona y que su primer piso de habitaciones con balcón a la calle, una ostentación casi innecesaria para un pueblo de casas bajas y terrenos baldíos.

Frente a la estación de ferrocarril que separa Junín de San Martín, el hotel se ofrecía como hospedaje a la llegada del tren. Pero el lujo nunca ha sido para todos y pasar la noche en una de sus habitaciones, un gasto para pocos bolsillos.

El resto de los recién bajados del andén encontraba refugio en la misma cuadra, pero a la vuelta, en lo del Turco Taño, una pensión precaria donde se podía dormir en el patio por la mitad de lo que costaba hacerlo bajo techo.

De todos modos el hotel de los Inmigrantes habrá pagado su falta de humildad porque envejeció rápido y, tras un puñado de décadas prósperas, el lugar se entristeció sin remedio.

Conocí el lugar a fines de los ‘80, cuando hacía rato que el piso de arriba era una pensión opaca y debajo sobrevivían un par de negocios sin pretensiones: había un bar cerca de la esquina y en la ochava misma, un quiosco de revistas y libros usados, que frecuenté algún tiempo. Ahí conocí al Ruso Bauer; yo todavía no cumplía 20 y él tenía unos pocos años más.

El quiosco improvisaba en el salón que fuera comedor del hotel. Era un lugar oscuro y húmedo, con restos de cielorraso por los rincones y cientos de publicaciones viejas apiladas en mesones y sillas de totora. Por entonces leía historietas y sin suficiente dinero para las nuevas, había encontrado en las revistas usadas la solución a mi flaco presupuesto.

El negocio era de un señor canoso que hablaba poco y pasaba el tiempo leyendo detrás de un mostrador. Durante unos meses, Bauer que era su sobrino o su amigo -nunca lo supe bien- atendió el quiosco.

Bauer venía de Rosario, pecoso y colorado, hablaba atropellado porque se le amontonaban las ideas y a veces confundía la realidad, olvidaba cosas simples o creía en otras imposibles.

Para manejar esa ansiedad tomaba algún medicamento pero fundamentalmente escribía cuentos y poesía, que amontonaba en una carpeta de manuscritos.

El Ruso también era guionista de comic y publicaba en un par de revistas independientes que le giraban dinero. Con eso más lo del quiosco pagaba una pieza de la pensión.

Pasamos algunas tardes hablando de historietas, de autores y dibujantes: de los Breccia, Fontanarrosa y Pratt, de Mandrafina, Robin Wood y Oesterheld, también de

Trillo y de los mendocinos Juan Giménez y Quino. En una época sin internet, el Ruso me mostró las primeras historietas europeas que conocí.

Pero su cabeza era inestable por definición y hacia el final de esa corta relación que no llegó a amistad, su ánimo se había ensombrecido. La última vez que lo vi, imaginaba que le llegaban al quiosco revistas del futuro: “A la revista Gente con la muerte del Negro Olmedo en la tapa, la vi dos semanas antes de que ocurriera. Fue un instante, mientras ordenaba una pila de revistas y en ese momento no me di cuenta, pero ahora lo sé. Antes, me pasó algo parecido con un póster de Playboy que también se adelantó”, me dijo en marzo del ‘88, sumergido entre viejas revistas El Gráfico: “Si doy con el ejemplar de la semana que viene, me gano el Prode y me salvo”. Lo miré, sonreí, me asusté y me alejé. En ese orden y en unos pocos minutos.

Algo después, el Ruso abandonó el quiosco. Nunca volví a verlo y supe por su tío que antes de irse quemó algunas revistas en el patio de la pensión. Supongo que se habrá sentido frustrado por no dar con la que buscaba, aunque me gusta fantasear con que lo hizo y no quiso dejar pruebas.

No hace mucho, la comuna de Junín compró toda esa esquina y demolió el hotel de los Inmigrantes con la idea de construir una pensión para estudiantes. Y parado en esa esquina donde ahora sólo hay escombros me acordaba del Ruso Bauer. También imaginaba cuántas otras historias se habrán ido con el edificio.

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