Una casa para la Independencia - Por Jorge Sosa

Una casa para la Independencia - Por Jorge Sosa
Una casa para la Independencia - Por Jorge Sosa

Mañana es el Día de la Independencia. Debería ser una fiesta nacional pulsada con miles de detalles de celebración y orgullo, porque en aquel tiempo, en Tucumán estábamos naciendo. Después de muchas dudas y muchas oposiciones, los congresales reunidos en San Miguel decidieron que éramos libres de cualquier dominación extranjera. Bien vale dedicarle un poco de memoria a aquella gesta que nos gestó. Por eso hoy quiero dejarles un cuento de aquella época.

Los ojos chiquititos de doña María Francisca Bazán recorrieron la habitación en penumbra, buscando la puerta. Con los años había aprendido a adivinar a los dueños de los pasos. Los que se acercaban pertenecían a su hijo.

-Buenos días, madre.

-Buenos días, Nicolás.

El doctor Nicolás Valeriano Laguna se quitó su abrigo y fue al encuentro de la ternura. Hubo un beso en la frente de la anciana. Por unos minutos, el sonido fue del viejo reloj de pared y de algún pájaro vagabundo.

Pero no solamente los pasos había aprendido a adivinar. Doña María Francisca también había aprendido a conocer lo que se escondía en los silencios.

-¿Qué lo preocupa, hijo?

-Nada, madre.

-Ése es un nada para que yo no siga preguntando, pero también es una especie de mentira. ¿Qué es lo que pasa?

Respiró profundamente el hombre antes de contestar.

-Dentro de pocos días llegarán los representantes de las provincias para el congreso.

-Ésa es una buena noticia.

-Así es. Pero aún no tienen un lugar para reunirse, algunos ni siquiera un lugar para dormir.

-Tucumán es pequeña, hijo.

-Muy pequeña, madre.

Después, otra vez el silencio, y el reloj, y los pájaros.

Al día siguiente, el doctor Nicolás Valeriano Laguna llegó cerca de las doce a buscar el descanso del mediodía. Al entrar a la vieja casona encontró baúles en el pasillo, grandes cajas en las galerías, ruido de muebles en movimiento. Sebastiana Luna atendía ese lugar desde niña. Sebastiana Luna no supo explicarle.

-Yo no sé, don Nicolás. Son cosas de su madre. Convendría que le preguntara a ella.

La encontró desocupando un cajón del viejo escritorio, lentamente, como se lo permitían sus años.

-Madre, ¿qué es lo que ocurre?

-Ocurre que esta casa va a servir para fines tan buenos como los que ha servido hasta ahora.

-No la entiendo, madre.

-Nicolás, ésta fue mi casa de siempre. Está llena de recuerdos por todos lados. Mis manos acariciaron por años sus ladrillos, sus muebles, las plantas del jardín. Aquí amé a tu padre con todas mis fuerzas; aquí naciste y te vi crecer; aquí lloré largos días la ausencia de quien era mi compañero y mi amigo. Ya que en esta casa habitó el amor, es justo que ahora habite en ella la libertad.

Dos pequeños brillos empezaron a crecer en los ojos del hombre.

-Deje que vengan los hombres que manda la Patria, hijo. Ya tienen dónde dormir y dónde reunirse. Y ahora ayúdeme, estoy muy vieja para hacer sola una mudanza.

Los dos brillos del doctor Nicolás Valeriano Laguna cayeron por sus mejillas. Pidió ayuda para sacar una mesa de la habitación.

El sol de la tarde se coló por una hendijita de la ventana y se quedó a vivir para siempre en esa casa de Tucumán.

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