Por Luis Alberto Romero - Historiador. Universidad de San Andrés. Club Político Argentino. Especial para Los Andes
El decurso del kirchnerismo cambió profundamente en 2010. En lo inmediato, la muerte de Néstor Kirchner transformó una elección presidencial de resultado incierto en un triunfo aplastante de su viuda; usando una metáfora ajedrecística, fue un gambito de rey. Pero con su muerte, la conducción de este régimen matrimonial perdió algo importante y algo fundamental.
Lo importante fue el talento político de Néstor, que Cristina no posee: los resultados de esta pérdida están a la vista. Lo fundamental fue la clausura de la posibilidad de la alternancia y la reelección indefinida, burlando el espíritu de la Constitución. No tanto por la ilusión de la eternidad como por no tener que afrontar de inmediato la cuestión de elegir un sucesor, que en el peronismo suele ser alguien poco leal.
Con una cómoda mayoría parlamentaria y un amplio respaldo electoral, Cristina debía “ir por todo”. Lo que era suficiente para un presidente autoritario normal no lo era para quien quería subsistir. Para eso debía modificar la Constitución. Es un cambio institucional importante y para encararlo se necesita mucho poder. Todo, o casi todo.
De ese modo, quizá sin proponérselo, Cristina se ubicó en el tránsito de la democracia autoritaria al totalitarismo. Hay antecedentes. Tanto Mussolini como Hitler, que llegaron al gobierno por la vía legal, recorrieron ese camino rápidamente, en su fase ascendente. El kirchnerismo en cambio lo encara cuando se acerca el final de su ciclo, debilitado y dividido.
Con algo de ironía, Graciela Fernández Meijide dijo que, al enviudar, Cristina se sintió obligada a mejorar el desempeño de Néstor. Sin duda fue más lejos que él en el discurso y en la construcción de la figura de la líder, en lo que invirtió mucho más tiempo y esfuerzo que el dedicado por su difunto esposo.
También mejoró en poder y discrecionalidad. Un conjunto de leyes, aprobadas de manera urgente por el Congreso, introdujeron cambios profundos en el Estado, de manera un poco errática y a veces contradictoria. Pero todas incluyeron cláusulas que daban al Ejecutivo amplias facultades de aplicación e incrementaban el discrecionalismo.
El kirchnerismo de Cristina pareció fuerza imparable, una locomotora, pero sus logros fueron mediocres. Pudo aprobar las leyes pero se topó con la maraña judicial, pues los jueces y fiscales despertaron de su larga siesta, no retrocedieron ante las presiones y entraron en un juego de desafíos crecientes.
Los periodistas de investigación, con sus denuncias sobre la corrupción, comenzaron a impactar por debajo de la línea de flotación. Por primera vez, Cristina perdió la iniciativa y se puso a la defensiva, tratando de limitar los daños, una situación que Néstor Kirchner siempre consideró catastrófica. El fin del viento de cola económico desnudó las gruesas falencias del gobierno que, por negarse a hacerse cargo de años de despilfarro, tuvo que adoptar medidas cada vez más extravagantes.
En el lado opuesto, el malhumor social crece, y quienes hasta hace poco eran indiferentes a la política se han vuelto sensibles a las denuncias por la corrupción y la mala gestión. Sobre ese malhumor, se viene fortaleciendo la parte pensante de la sociedad opositora, que llega a algunos acuerdos básicos sobre lo que espera del gobierno por venir.
Junto con cuestiones más urgentes, hay una novedosa revaloración de las instituciones y la república. Pero en lo inmediato, lo más importante es una actitud de resistencia al avance arrollador del kirchnerismo, que no tiene limitaciones en el Congreso pero las encuentra en una sociedad que respalda y alienta a sus alfiles, los periodistas y los jueces.
La locomotora kirchnerista choca hoy con las murallas que se levantan en la sociedad civil. La política se encuentra en un punto de inflexión, en el que el gobierno no puede dejar de ir por todo, aunque pierda todas las batallas, y la sociedad civil opositora y sus dirigentes políticos se animan a dejar la posición defensiva y comienzan a avanzar.
Sólo este respaldo genérico, que proviene de la sociedad civil, el periodismo y la justicia, explica que el fiscal Alberto Nisman pudiera hacer una denuncia de semejante magnitud, dirigida a la cabeza misma del gobierno. No sabemos si se sostendrá en términos judiciales pero, en términos políticos, su efecto fue fulminante. Un golpe a la mandíbula del núcleo gobernante. Sobre este primer impacto, su trágica muerte transformó lo que podría haber sido una mancha más en una batalla que puede significar una inflexión en este incierto fin de ciclo.
El resultado de estas batallas es incierto. El asesinato del diputado socialista italiano Giacomo Matteotti en 1924 puso en juego el destino del gobierno fascista. Mussolini no pudo impedir la investigación judicial del dilitto Matteotti, que condenó a los autores materiales del crimen, pero logró evitar verse involucrado, pese a que nadie dudaba de su participación como instigador.
En ese caso, la batalla se definió del lado del gobierno. No sabemos cómo terminará ésta, aunque ya está claro que el gobierno no podrá mantener ocultas las dos investigaciones, sobre la denuncia de Nisman y sobre su muerte. Para la sociedad, la victoria consistirá simplemente en que se haga justicia, cualquiera sea el resultado. Justicia, Estado de derecho e instituciones, son quizás un programa modesto, pero en esta batalla se decide el destino de la república.