Existe un lugar en el que la naturaleza se expresa gélida y amenazante. El hombre rara vez es bienvenido allí; aunque algunos adiestrados en la aventura logran penetrar las aguas glaciares de ese continente prístino, de clima cambiante y hostil que es la Antártida. Por esos confines navega un gigante, el rompehielos Almirante Irízar, capaz de embestir y penetrar en los campos de hielo como un intruso.
Las seis bases permanentes y siete temporarias que Argentina despliega estratégicamente en ese inconmensurable desierto helado son abastecidas por este buque, único en su tipo en Sudamérica. Una vez al año realiza un servicio de "delivery" de los suministros necesarios para la supervivencia de los próximos doce meses. Y, diligente, retira sus desechos. También despliega y repliega militares y científicos.
La del rompehielos es una lucha desigual entre las quince mil toneladas de su estructura de acero naval y la del agua salada que, a temperaturas a partir de los -1.8° C del agua y 0° C del aire, se solidifica para formar inmensos y espectaculares campos de hielo.
Los hay de distintas edades y grosores: cuanto más añejos, más duros e infranqueables.
El Irízar quiebra como a un espejo los que tienen hasta seis metros de espesor. Pero esquiva los más viejos, los verdosos o azulados, que son indoblegables por su dureza.
El segundo tramo de su última campaña fue una travesía de 4.887 millas náuticas(9.050 km), que se inició en Buenos Aires y atravesó el mar argentino, con apenas una parada en la Base Naval Puerto Belgrano.
Mujer de los hielos
Diariamente, a las seis de la tarde, tras escudriñar las imágenes satelitales, la glacióloga Beatriz Lorenzo brinda a la plana mayor del buque un pormenorizado informe sobre la condición de los hielos para la navegación.
Lorenzo embarcó por primera vez en el Irízar en 1979, durante la prueba inaugural. Con 14 campañas, ella es "la mujer de los hielos". Explica que existen dos tipos, el terrestre y el marino. Este último se produce por congelamiento del agua salada. Sólo un quinto de la porción de un témpano aflora en superficie; el resto queda sumergido. Y por debajo del agua se ensanchan con forma de espolón. Y se extienden como afiladas cuchillas, lo que constituye un fuerte peligro para la navegación.
Témpano al acecho
Ha sido una noche larga para el comandante del Irízar, Maximiliano Mangiaterra (49). Ahora, distendido, cuenta lo que él mismo califica como su peor noche como comandante en los hielos.
"Lo que hay que entender es que en esta porción de la Antártida como es la cercanía a la Base Marambio, la Barrera de Larsen (una extensa plataforma de hielo ubicada en la cara Este de la Península Antártica) está produciendo grandes desprendimientos de hielos. Esto provoca fluctuaciones de gigantescos témpanos de hielo viejo, muy duro: "Es por eso que a pesar de ser Belgrano II y San Martín las bases más australes que posee la Argentina, Marambio termina siendo la más peligrosa para navegar".
Horas antes, un témpano tabular de 40 metros de alto por 3,2 km de largo acechaba al Irízar. Soplaba un viento de 70km/h y el campo de hielo era tan compacto que comenzó a aprisionar al buque. "Siempre se debe tener un poco de agua a popa para poder ir hacia atrás y escapar", instruye Mangiaterra, que pasó la noche intentando generar una vía de escape en la masa polar. No bien el comandante encontraba un claro de agua, por efecto del viento y de las corrientes, el gigantesco témpano se cernía sobre el buque.
Hasta que el hielo se cerró completamente a popa del navío. Desde los camarotes y entre sueños se escuchó durante la noche la potencia de los cuatro motores del Irízar "serruchar" a toda máquina el piso helado.
Sobre cómo hace un rompehielos para fracturar los bandejones de hielo, el comandante explica que "el buque realiza una montada violenta a no más de diez nudos para no deformar el casco. Se llama"ramming" y significa corrida. La nave vibra, se inclina y hace una carambola sobre el hielo. Se escucha como si el hielo estrujara el casco.
El gruñón
En la Antártida existe, además, un peligro que es el villano de todos los navegantes: el gruñón. Es el corazón de un témpano. Y el más peligroso de los hielos porque es extremadamente duro y milenario. Flota a dos aguas y el radar no lo detecta porque aparece y desaparece. Es críticamente peligroso topárselo en una navegación ya que puede abrir el casco de metal de un buque como un diamante. Y mientras el hielo normal es color blanco, al ser el gruñón transparente se mimetiza con el mar.
Los marinos antárticos alrededor del mundo lo usan para tomar whisky. Y del más caro. Al poner un trozo de gruñón con esa bebida, entra en temperatura y libera el oxígeno que contuvo encerrado durante miles de años. Esa liberación produce un sonido muy peculiar como si el hielo gruñera.
Desaten el infierno
Sólo la presencia humana quebranta el sepulcral silencio antártico. Una ventana meteorológica de vientos calmos permite operar los helicópteros. Hay que apurarse, la Antártida es ciclotímica. "Desaten el infierno", ordena el segundo comandante, Sebastián Musa. Entonces, el Irízar se convierte en un teatro de operaciones a cielo abierto. Se abren los hangares, asoman los Sea King. Se rebaten las barandas de seguridad de la cubierta de vuelo. La popa se convierte en una pista de aterrizaje azotada por la turbulencia de las aspas. En las playas de las bases se organizan cadenas humanas para la descarga. Los helos, como llaman a los helicópteros a bordo, no descansan hasta vaciar las bodegas. La hora de vuelo de Sea King cuesta $ 190.000. Se necesitarán 250 horas para completar la campaña. Es una operatoria infernal cronometrada con precisión suiza por el comandante del Componente Naval, Carlos María Allievi.
Aquel otro infierno, el real
Otro infierno, muy diferente, se vivió a bordo 10 años antes. Era el 10 de abril de 2007, después de cenar. La Campaña Antártica concluía exitosa y el buque iba rumbo a Buenos Aires. A 150 millas de Puerto Madryn, la tubería de uno de los motores se fisuró y generó un spray de combustible. El motor Nº 2 se prendió fuego y las llamas se propagaron rápidamente.
Por el difusor de órdenes, se escuchó al segundo comandante decir: "Prestar atención, cubrir puestos de lucha contra incendio". La tripulación adiestrada comenzó a combatir el fuego. El humo negro avanzaba, el olor a quemado se esparcía por el sistema de ventilación. De repente, el Irízar quedó a oscuras. Sin propulsión y a la deriva. En un lapso de tres horas, el incendio se tornó incontrolable y devastador. Alcanzó el hangar en el que estaban los dos Sea King y, literalmente, los derritió. Cuando las llamas se acercaban a las balsas salvavidas, el capitán de Fragata Guillermo Tarapow dio la orden que ningún comandante quiere dar: "Prestar atención, les habla el comandante. Por seguridad ordeno el abandono del buque". El Irízar ardía pero no se estaba hundiendo.
El comandante Tarapow se quedó solo a bordo del buque y lo llevó remolcado a Puerto Belgrano. El Irízar, en funciones desde 1979, había quedado destruido en un 80%. Durante los siguientes 10 años sería reparado en Tandanor, por US$150 millones, para volver en 2017 a su lugar, el hielo.
Negro sobre blanco
Según datos oficiales, este año el presupuesto de campaña fue de 800 millones de pesos. Se trasladaron científicos y personal militar.
Se realizó el mantenimiento a las bases, se compraron los insumos y se movilizaron tres buques: el Irízar y dos de apoyo: el ARA Bahía Agradable y el ARA Islas Malvinas, ambos pertenecientes a la Patrulla Antártica Naval Combinada (PANC), que desde 1998 la Armada Argentina opera junto a la Armada de Chile.
Las seis bases antárticas permanentes se desempeñan sin novedad, mientras que este año fueron abiertas sólo tres de las siete bases temporarias: Primavera, Petrel y Brown. Decepción, Cámara, Melkior y Matienzo deberán esperar al próximo verano.
Cerca de 200 argentinos viven en la Antártida. La Base Esperanza alberga familias, unos 20 niños y la escuela antártica que depende del gobierno de Tierra del Fuego. Mil personas participaron en forma directa o indirecta en la Campaña Antártica. Doscientos científicos de la Dirección Nacional del Antártico (DNA) realizaron sus investigaciones durante el verano. Y 15 actualmente invernan junto a otros 12 meteorólogos.