Un tour por Chernobyl, a 33 años del desastre nuclear

Un periodista recorre los pueblos fantasma que se encuentran alrededor de la central que explotó en 1986. Recibe unos mil turistas diarios.

Un tour por Chernobyl, a 33 años del desastre nuclear
Un tour por Chernobyl, a 33 años del desastre nuclear

La imagen de la pantalla queda congelada en una hora exacta: 01:23:45. Es un documental que están pasando en un video que corre justo encima del chofer, pero en este pequeño bus que zigzaguea esquivando pozos en una ruta del norte de Ucrania, la central nuclear de Chernobyl acaba de explotar otra vez. Cada combi con turistas vuelve a contar la historia y a mostrar el hongo atómico de nuevo, con la hora precisa. Esta semana, Chernobyl lleva explotando 60 veces por día.

El bus salió de Kiev hace una hora y media. Lleva a dos chicas ucranianas, un joven de Kazajistán, una chica polaca, una señora colombiana y su marido alemán, un muchacho californiano, otro belga, una pareja de chinos, un señor francés, una pareja de canadienses y un periodista argentino. Sólo uno entre todos ellos pagó 450 grivnas extra (la moneda local, unos 15 euros) por un traje de plástico blanco para ponerse sobre la ropa y protegerse mejor de la radiación. Dos más eligieron como opcional un pequeño aparato amarillo, algo más chico que un celular, que mide exactamente cuánta radiactividad hay por donde uno camina. Ese aparatito emite un pitido agudo que con el correr de las horas se volverá molesto.

¿Es que aún es peligroso visitar Chernobyl, a 33 años de la explosión del Reactor Cuatro de la central nuclear de lo que entonces era la Unión Soviética? Fue el accidente atómico más grande en la historia de la humanidad y en aquel momento se evaluó que sus consecuencias devastadoras permanecerían allí por… 20.000 años.

El guía nos dice que estaremos expuestos a una radiación no mayor a la que nos produciría sacarnos un par de radiografías, pero que en algunos sitios esa intensidad podría triplicarse. Luego veremos que es efectivamente así. El secreto será "el tiempo de exposición". Pocos minutos, a veces menos de 5, harán que ese peligro potencial se vuelva inocuo.

Igual las dudas viajan con nosotros durante el camino de ida, pero ver a los jóvenes guías ucranianos (ninguno de ellos había nacido cuando ocurrió la explosión, en 1986) ir de aquí para allá durante casi 12 horas, simpáticos y despreocupados, hace pensar que quizá tengan razón y que dar vueltas por los pueblos fantasma alrededor del Reactor Cuatro sea como moverse entre una radiografía de tórax y una de tibia y peroné.
No hay que saber física nuclear, después de todo, para venir a darse una vuelta por este rincón desolado del mundo que un día fue el epicentro del drama de la humanidad.

Los guías nos dan una ayuda extra: un pequeño dispositivo que nos cuelgan al cuello antes de salir y que funciona como una especie de imán que absorbe la radiactividad mayor a la normal. Algo así como un diminuto pararrayos portátil que nos salvará de contaminarnos si caminamos, por ejemplo, demasiado cerca de objetos metálicos.

La Central Nuclear de Chernobyl, o lo que queda de ella, está en Ucrania, a 110 kilómetros de la capital Kiev.

Se viaja por una autopista que sale de Kiev y que enseguida se transforma en ruta de mano y contramano, luego en camino rural sin banquinas y finalmente en senda mal marcada y con el pavimento lleno de pozos. A los costados asoman primero horribles edificios -tipo elefante blanco- que sobreviven a la época soviética, luego pequeñas chacras y finalmente bosques tupidos. Cada tanto aparecen carteles que alertan sobre la presencia de osos y jabalíes.


Los turistas visitan lo que quedó de la ciudad. | AP
Los turistas visitan lo que quedó de la ciudad. | AP

Primera parada

La primera parada es ante una caseta con barrera que parece el cruce fronterizo de una película de los 70. Lo es. Aunque del otro lado seguiremos dentro de Ucrania, habremos pasado un límite: los 30 kilómetros de la zona de exclusión, donde no se permite ningún tipo de tareas salvo para los guardias, un puñado de pobladores golondrina, los trabajadores que miden diariamente la radiactividad de la planta y los turistas que llegan en buses como el nuestro, autorizados por el gobierno, a razón de 60 por día. En promedio, 1.000 turistas diarios, un 40% más desde que HBO lanzó su serie sobre el tema con una audiencia global récord, superior aún a la de la titánica Game of Thrones.

En el control hay guardias armados que piden pasaportes y cotejan los permisos especiales individuales que cada uno debió gestionar previamente con la compañía de turismo que lo lleva al lugar. Un boleto para ir y regresar a Chernobyl cuesta unos 140 euros en promedio (7.000 pesos argentinos) incluyendo el almuerzo. La excursión dura 11 horas y media: sale a las 8 de la mañana y regresa a las siete y media de la tarde.

En Chernobyl hay un par de hoteles para pasar una noche con baño compartido, pero la estadía no puede prolongarse demasiado y los guardias están para controlar que todo el que entra debe salir.

Un jeep militar con dos guardias se acerca al periodista argentino que tomó una foto desde lejos de la primera caseta fronteriza. Uno de los vigiladores pide ver la foto mientras dice que hay que borrarla. El otro sólo grita No photo, no photo!, y acelera. El periodista ve que el jeep se aleja y guarda su celular. Trata de entender qué podría estar mal en esa foto tomada a 30 metros de una barrera y un par de guardias sin rostro parando combis. No entiende. No la borra.

Zona de exclusión

El pequeño bus sigue viaje y uno comprende enseguida que está en una zona de exclusión. Lo único que nuestro bus cruza es un vehículo militar. Y nada más. Ni siquiera otros buses turísticos. Así durante un rato, hasta la parada que marca que la zona de exclusión, ahora, es de sólo 10 kilómetros. Significa que estamos a esa distancia del reactor que explotó.

Muy cerca de este puesto está la población de Chernobyl y, más allá todavía, Pripyat (se pronuncia prípiat). El segundo control vuelve a verificar y anotar pasaportes. El ómnibus ya avanza por caminos entre bosques espesos de una sola mano. Si alguien viniese de frente no habría lugar para dos vehículos ni tirándose al costado, donde arrecia la espesura. No viene nadie.

Allí está el tercer control.

Era un pequeño paraíso entre el verde del bosque, con senderos que conectaban los edificios entre fuentes y rotondas peatonales tapizadas de flores multicolores en verano y de pequeños pinos nevados en invierno.

Ahora es un pueblo fantasma, chamuscado, ojeroso, semiescondido entre la vegetación que lo va devorando de a poco. A mordiscones.

La central de Chernobyl explotó en la madrugada del 26 de abril de 1986 y a las dos de la tarde del 27 Pripyat -a sólo 2 kilómetros del complejo atómico- fue evacuada "preventivamente, por tres días". Ninguno de sus 50.000 habitantes volvió nunca a vivir allí.

Por eso estas mangueras de bomberos aún arrolladas junto a la escalera que llega a la entrada de un edificio público. O los cuadernos a medio escribir tirados en el piso de la escuela. O el quirófano destartalado del hospital. O las cunitas de la nursery, donde había recién nacidos que luego sufrieron enfermedades por la lluvia atómica que siguió al desastre inicial. En esas trece cunitas nació la muerte.

Muchos de esos chicos tuvieron luego la recomendación médica de irse directamente de la Unión Soviética. Fueron atendidos en Cuba.

Radiación y abandono

Aquí abajo, en un subsuelo de este mismo hospital fantasma, están aún los trajes de los 29 bomberos que llegaron primero al reactor a tratar de apagar las llamas con agua, pensando que se trataba de un incendio común. La mayoría de ellos murió devorado por la toxicidad de lo que en ese instante era el sitio más peligroso del planeta. Esos trajes emanan aún altísimos niveles de radiación.

Pripyat es una ciudad bombardeada por una tormenta de átomos descontrolados que la quemó aún cuando no se prendió fuego. Los corredores de los edificios son una colección de escombros y oscuridad donde se mete la espesura del bosque filtrando rayos para la luz de un día diáfano, con 30 grados. Es un calor intenso y muy húmedo.

Más de selva misionera que de estepa rusa.

Lo sufre el grupo que cumple a rajatabla la consigna de ir vestido sin ojotas ni shorts ni bermudas ni remeras de manga corta. Cuanto más tapados, mejor. Pero el calor arrecia.

Y es cada vez más difícil caminar alejado de objetos metálicos. El suelo está tapizado de miles de pequeños retazos de chapa o acero que parecen papelitos de cancha oxidados, sólo que algunos pesan casi medio kilo. Llovieron desde la garganta del volcán atómico y allí quedaron hasta hoy.

La recomendación es lavar la ropa al regreso, pero sobre todo las zapatillas. Hay que poner las suelas bajo la canilla. Lo haremos.


Las ruinas de un centro médico afectado hace 33 años. | AP
Las ruinas de un centro médico afectado hace 33 años. | AP

El día radiante no anima ni alivia el nudo que crece en la garganta. El clima general es primero de curiosidad, enseguida de melancolía y luego muta hacia una tristeza profunda. Sucede en el punto exacto en que uno entiende que no está en un museo ni en un set de filmación sino en el corazón de la tragedia desnuda. Allí hay zapatos. Más lejos, una muñeca de plástico. Más cerca, una campera. Más a mano todavía, un carrito de supermercado abandonado por alguien cuando tuvo que huir. Acá mismo, al alcance de la mano, una cuchara adentro de un plato. Sólo falta la sopa y el ¿hombre, mujer, nena, adolescente? que la comía cuando todo terminó.

Horror congelado

Si no fuera por el avance implacable de la bella y caníbal espesura del bosque, o por el polvo de los años, o por las telarañas de los rincones fantasmagóricos que abundan -los huecos de ascensor dan al vacío y son una trampa mortal en la penumbra-, cualquiera creería que Chernobyl explotó hace dos días. El horror quedó congelado entonces, y aún se siente. Todas las cosas están aquí. Sólo cosas, pero nada menos.

¿Y cómo es que los turistas no se roban los cuadernos escritos, la cuchara, el plato y los mil y un objetos esparcidos por todos lados que dimensionan el tamaño de la tragedia humana?

"Es que todo está contaminado. Aquí cada clavo es radiactivo, y ¿quién querría llevarse la contaminación de Chernobyl a su casa?", explica Zhenya (lo pronunciaremos yeniá), uno de los guías. Los férreos controles fronterizos que habrá que volver a pasar a la salida parecen otro motivo para la persuasión.

El parque de diversiones es el símbolo del desastre para los fotógrafos internacionales que llegan a Pripyat. Es común que la primera imagen que aparezca acerca de Chernobyl hoy sea un juego de Vuelta al Mundo con canastos de metal amarillo expuestos a la corrosión pero no al olvido. En sus sillitas de apariencia inofensiva es justo donde la radiación del ambiente se triplica. Allí está. Es la corporación del segundo exacto entre la diversión y la tragedia. Ese instante lábil y feroz que casi nunca vemos venir entre la vida y la muerte.

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