Desde hace años en la Argentina se ha instalado un sistema político y económico basado en la fuerte presencia de un Estado asistencialista que, en sus comienzos ayudaba a los pobres pero que terminó asistiendo a empresas y dándole poder a los funcionarios para designar en forma discrecional a amigos, compromisos políticos o militantes.
En el reparto ingresaron dirigentes empresarios afectos a devolver favores y dirigentes sindicales que terminan viviendo como la burguesía a la que dicen combatir.
El Estado se transformó en un coto de caza de la clase dirigente en desmedro de la población mientras devino un repartidor de privilegios. Incluso aparecieron novedosas doctrinas para defender estos desvíos como el principio de “la igualdad de los iguales” a fin de justificar la violación sistemática de este principio fundamental de la Constitución y la validez de los privilegios personales y sectoriales.
Este sistema se basó en abusar del gasto público tanto en la Nación como en provincias y municipios, donde la cantidad de empleados nunca mejoró la calidad de la gestión ni de los servicios prestados a los ciudadanos. Por supuesto, para sufragar estos gastos se aumentaron impuestos o se crearon impuestos nuevos, algunos de los cuales eran “transitorios” pero luego quedaron para siempre.
Para asegurar la tropa, los políticos establecieron la estabilidad vitalicia de los empleados del Estado por lo que, cada nueva camada de políticos ingresa a sus fieles que se acumulan a los anteriores. Es posible detectar las distintas generaciones de funcionarios y empleados acumulados como si fueran capas geológicas.
La herramienta del subsidio se creó con la excusa de ayudar a los pobres pero se desvirtuó ampliándolo para repartir privilegios. La cultura de los privilegios está instalada en la vida argentina y ya se considera como algo natural. Cada vez que cambia un signo de gobierno sólo hay que ver cuáles serán las nuevas corporaciones privilegiadas y cuáles las que caen en desgracia. Para sufragar estos nuevos gastos se seguía aumentando impuestos y cuando se advertía que no era popular se recurría a financiar dichos gastos con emisión monetaria.
Siempre ponían algún pobre sobre la mesa para justificar estos desatinos. “Donde hay una necesidad, hay un derecho” decían con cinismo los defensores de este sistema.
Pero el volumen del gasto y la emisión monetaria generaron inflación y se agravaron los problemas porque las dádivas recibidas no alcanzaban. En ese caso, y para proteger a los empresarios prebendarios, se cerraba el mercado, se prohibían las importaciones (para supuestamente proteger el empleo) y para financiar los nuevos gastos se tomaban préstamos en el exterior y la deuda externa pasó a ser un componente natural de la economía argentina, que siempre se justificaba con los pobres y las obras públicas.
La realidad fue que los pobres aumentaban y las obras no se hacían. En los últimos 40 años el país entró 8 veces en default y todas las crisis que hemos atravesado fueron por el exceso de gastos del Estado, la pésima administración y una ineficiencia creciente en la prestación de servicios. Pero siempre el ajuste se hizo al sector privado, mientras el sector público seguía creciendo y repartiendo privilegios.
En días en los que la inflación acosa a la sociedad y en cercanías de nuevas elecciones, vuelven a surgir las mismas viejas recetas fracasadas. Como se dice, repitiendo siempre las mismas políticas es imposible esperar un resultado diferente. Los defensores de este sistema aducen que el mismo es bueno y equitativo, pero los que han fallado son los hombres elegidos por el pueblo para llevarlo adelante.
En realidad, hay que entender de una vez por todas que lo que ha fracasado, sin lugar a dudas, es el sistema mismo. Este sistema sobrevivió a democracias débiles y fuertes, a golpes militares y golpes palaciegos. Pero cada gobernante que llegaba prometía sanear y lo único que hacía es mantener vivo el sistema que se va retroalimentando, mientras los privilegios no se pueden tocar bajo el paraguas de los “derechos adquiridos”.
En estos tiempos de crisis terminal sería bueno un acto de sinceramiento de los sectores dirigentes y en lugar de un pacto de precios acordar un pacto político que termine con este sistema que está poniendo en riesgo la República y acuerden lineamientos básicos de largo plazo que fijen un norte para todos los sectores dando señales claras a los inversores para recuperar un poco de credibilidad.