Los aires democráticos que a partir de 1983 posaron sus suaves pero firmes alas en la República Argentina luego de las atroces tempestades vividas, también penetraron profundamente en Mendoza. Una de sus más importantes consecuencias fue que durante todo lo que quedó de la década del 80, los tres partidos políticas mendocinos más significativos -el radicalismo, el justicialismo y el demócrata- lograron un extraordinario trasvasamiento generacional de personas y de ideas que los llevó a renovarse como pocas veces antes.
Es así que las nuevas elites, aún con sus enfrentamientos, todas propiciaron modificaciones interesantes en el ámbito institucional como el Consejo de la Magistratura o formas más amplias de participación popular para las elecciones internas partidarias. El cambio estaba de moda, y era para bien. Incluso para no cambiar lo que no se debía cambiar, evitando de ese modo el delirio que ocurrió en otras provincias (Santa Cruz fue uno de los modelos más negativos en todo sentido) donde la reforma constitucional introdujo la reelección indefinida de los gobernadores y de ese modo la democracia creó sus propios patrones de estancia, sus señores feudales, sus caudillos que redujeron mucho la calidad institucional.
En Mendoza, en cambio, la circulación de las elites dotó, al menos durante las dos últimas décadas del siglo XX, de sangre nueva constante. Ninguna hegemonía partidaria se impuso largamente y ningún partido consolidó un caudillo hegemónico.
Sin embargo, de a poco también Mendoza entró en inercia. Primero fue la división del peronismo renovador en la era Menem y luego la división del radicalismo en la era Kirchner. El PD, por su lado, se fue desgastando al no poder acceder al poder que una vez casi acarició. Entonces se comenzó a envejecer en personas e ideas. Y las renovaciones de cualquier tipo dejaron de suceder. Sólo se dio una feliz paradoja: que la imposibilidad de reelegir gobernadores permitió que al menos no se prohijaran caudillos ni hegemonías.
En el ínterin, casi como una excepción a la regla de la inmovilidad permanente, hace una década se votó una enmienda para limitar la reelección indefinida de los intendentes, que tuvo un abrumador apoyo popular porque más del 80% de los votantes se pronunciaron a favor. Y si alguno no lo hizo, en su casi absoluta mayoría es porque no le explicaron bien en qué consistía la reforma.
Una interpretación constitucional acerca de la formación de las mayorías le puso un pero a la promulgación inmediata de la reforma, pese a que, viendo su fenomenal apoyo popular, la totalidad de los partidos y sus dirigentes se declararon a favor de la misma.
Al menos de la boca para afuera. Como se verifica en estos días, donde las dos caras de la cultura política de Mendoza reaparecen con inusual claridad: la alta institucionalidad en las bases sociales versus la hipocresía de muchas de sus elites que simulan con modos respetables sus ansias de caudillismos y nepotismos.
Si todos estaban de acuerdo, por abajo y por arriba, es inadmisible que en una década no se haya encontrado una fórmula para aplicar la reforma. Pero ahora que el gobernador Cornejo toma la decisión de promulgar la enmienda (un camino, pero no el único para cumplir con la voluntad popular) los gritos en el cielo en contra de su decisión aparecen por doquier. Lo que demuestra que eran muchos los que decían que sí como estrategia para no cambiar, sin tener que sostener un impopular no. Salvo ahora que prefieren admitir el impopular no antes que perder privilegios.
Que Cornejo puede tener intereses concretos e inmediatos y no del todo “sanctos” para tomar esta decisión, es muy posible (como por ejemplo que le sea más fácil romper la hegemonía justicialista en los municipios que le van quedando a este partido), pero en la historia de la humanidad casi toda decisión política obedece a intereses coyunturales. Lo que no obsta para juzgar sobre la progresividad histórica o no de cada una. Todo dirigente que cabalga la historia intenta que ésta lo favorezca, pero la historia en sus sutilezas siempre termina imponiéndose sobre los intereses de quienes pretenden usarla. O sea que por allí no va la cosa. La cosa es que la dirigencia política mendocina, y no sólo la peronista, tiene muy pocas ganas de cambiar, de renovarse.
En 1916, cuando se logró promulgar una extraordinaria Constitución provincial en Mendoza, uno de sus principales objetivos fue limitar con ella los viejos hegemonismos de los gobiernos de familia y de los gobernadores caudillos. Por eso se fue tan firme en prohibir su reelección inmediata, a través de su persona o de sus parentescos. Se le dio entonces un golpe mortal al caudillismo y al nepotismo en la gobernación local.
No obstante, ahora, frente a la falta de renovación en nuestras elites, de a poco ese fenómeno conjurado a nivel provincial, se va imponiendo a nivel municipal donde surgen caudillos y familias del poder que no aparecen a nivel provincial. El poder deviene de a poco hegemónico. Y la institucionalidad se deteriora.
Es cierto que luego de décadas sin reelección de gobernadores, que hoy se pudiera aprobar una reforma para otorgarle otro mandato continuado a los mismos, no afectaría en prácticamente nada la fuerte institucionalidad mendocina, que ha sabido bien sobrevivir a la decadencia de sus elites. Sin embargo, hoy por hoy, más importante que imponer la reelección del gobernador, es lograr la no reelección indefinida de los intendentes. Porque por allí se están colando los malos hábitos de un país propenso al caudillismo en la mayoría de sus provincias.
Si se pueden lograr ambas reformas mejor, pero si no se puede, no caben dudas de cuál es la que se debe priorizar. Bienvenida entonces la no reelección de intendentes. Junto a dos deseos: Uno, que el egoísmo y los intereses particulares no la frustren. Y dos, que ella sea el punto de partida de una nueva ola renovadora en las instituciones mendocinas de modo que podamos reinstalar el espíritu de nuestros orígenes democráticos.