En el desierto del Sahara, los saharauis se cubren el cuerpo entero con una túnica. Nada fuera de lo común teniendo en cuenta su raigambre musulmana. Lo llamativo es que tanto hombres como mujeres también se tapan casi toda la cabeza y el rostro, ayudados por un turbante especial, o zam, que deja apenas una franja abierta a la altura de los ojos
¿Lo harán para protegerse del sol, el viento y la arena que, indomables, van a darle a la cara? "No, si va a ser que estamos practicando para el cursillo de ninjas", responde con sarcasmo un miembro de la comunidad, sumamente malhumorado de tantas basuritas que le visitan la pupila.
Lo cierto es que esta emblemática colectividad, que llegó al desierto más grande del mundo a principios de la era cristiana, no solo debe lidiar con las polvaredas constantes, la falta de agua y una señal de wi-fi espantosa: desde que España decidió invadir los territorios del noroeste africano a fines del siglo XIX, paz es lo que añoran.
Porque ni bien se fueron los ibéricos (en 1976), aterrizaron los marroquíes, y de guerras, broncas y tensiones han vivido desde entonces. "Salimos de Guatemala para meternos en Guatepeor", explica un local al escasamente iluminado viajero, quien se pregunta que tiene que ver Centroamérica con el asunto.
El espíritu nómade saharaui hace que las familias más tradicionales vivan en permanente movimiento. En sus viajes entre gigantescos médanos, los peregrinos acarrean sus pocas pertenencias a lomos de los camellos, acompañados por un ejército de cabras. La mezcla de animales a veces genera conflictos: "Hey, camello, que bajón andar con esa joroba eh", le dice una cabra muy mal llevada al dromedario "¿Y vos, que tenés la misma cara que Di María?", retruca el aludido, mordaz.
Después de mucho patear la arena, los integrantes de la caravana se detienen y plantan sus famosas haimas (carpas de gran tamaño). Durará semanas, meses y hasta años el camping. La tranquilidad es la de saber que no va a llegar nadie a instalar la casilla rodante al frente y ponerse a escuchar la colección completa de Los Cantores del Alba.
Allí, bien pertrechados con lo esencial, los saharauis disfrutan comiendo el cuscús y el tagine de pollo u otras carnes (guiso que incluye, papas y aceitunas preparado en recipiente de barro cocido que llevan el mismo nombre), y elaborando artesanías hechas a base de piel, madera y distintos tipos de metales, que luego intercambian por alimentos en los mercados de los pueblos. Cuando hace falta también venden algunas cabras, que abandonan el rebaño murmurando improperios. Al lado, los camellos se parten de la risa.
República inconclusa
Buena parte del suelo habitado por los saharauis conforma la República Árabe Saharaui Democrática. Una nación reconocida como tal por varios países, pero no por los que tienen la sartén por el mango, así que esos huevos no se van a cocinar. O al menos así lo asegura Marruecos, estado que ocupa ilegalmente la mayor porción del Sahara, incluso de cara al contundente rechazo de la ONU.
Se indignan las potencias terráqueas ante la invasión, y al escuchar la impunidad de este último mensaje, los pobres iraquíes, serbios, ugandeses, ucranianos, palestinos, tibetanos, paquistaníes, filipinos y sabrá dios cuántos pueblos más del mundo, no saben si reír, llorar o esperar que los secuestre un ovni.
Antes del asalto marroquí, ya se dijo, fueron los españoles quienes conquistaron estas latitudes. Venían a buscar el fosfato, los grandes cardúmenes de peces de la costa y algún volante con llegada para el Deportivo La Coruña. De herencia dejaron el castellano, hoy hablado por la mayoría de los locales junto con el hassanía, su lengua vernácula. Del inglés todavía no aprendieron mucho. Esperen a que encuentren petróleo nomás.