A veces una lee noticias asombrosas. Por ejemplo: este año se han disparado los casos de balconing en Mallorca.
Ya saben que esta práctica descerebrada y terrible consiste en pasar de un balcón a otro, en los hoteles, o incluso saltar del balcón a la piscina, a altas horas de la madrugada y muy cocidos.
Pues bien, en lo que llevamos de temporada se han duplicado los accidentes del año anterior.
En 2017 se cayeron tres turistas, y ninguno se mató. Este año ya son siete los que se han estrellado, y tres han fallecido. Y muchos de los que sobreviven se quedan con lesiones medulares para siempre.
Son todos jóvenes y casi todos británicos, y el alcohol siempre estuvo presente. Pero lo que más me llama la atención es que es un fenómeno local.
Por lo visto, desde marzo sólo ha habido diez caídas de balcones hoteleros en todo el mundo, lo que significa que casi todas fueron en Mallorca.
Me pasma esta coincidencia en la tragedia; me pregunto qué resorte de la insondable majadería humana hace que un montón de jóvenes vayan a estamparse al unísono contra el suelo, justamente en una pequeña isla, de entre todos los lugares de la Tierra, y de la misma estúpida manera.
Preocupados por el incremento de casos, hoteleros y autoridades de Mallorca se plantean la posibilidad de limitar las ofertas agresivas de alcohol, los dos por uno, las happy hours.
Puede que sirva de algo, pero yo les diría que miren las redes sociales de los jóvenes británicos. Se matan triscando por las terrazas mientras los amigos les intentan hacer fotos para subirlas.
Veamos, la inmensa mayoría proceden del mismo país, tienen edades parecidas y van a los mismos hoteles. Elemental, querido Watson.
Se pasan la bravuconada, la pista, el golpeteo de espaldas: "En Calvià fue genial, tío, íbamos tan ciegos y saltamos por los balcones del cuarto piso, una risa total".
Lo malo es que ahora ese comportamiento de chimpancé juvenil (aunque dudo mucho que los chimpancés sean tan insensatos) no necesita ser presencial. Ni siquiera se tienen que conocer personalmente. Basta con colgarlo de las redes para crear una moda.
Siempre me ha causado cierta zozobra el punto de necedad que todos tenemos. Quien no se haya comportado alguna vez como un mentecato, que levante la mano. Yo, personalmente, he hecho bastantes tontunas. Y no estoy curada. Uno siempre lleva a un tonto en su interior.
Estos momentos de apagón mental nos suceden desde el principio de los tiempos: "Hay un rincón de estupidez hasta en el cerebro del hombre más grande", decía Aristóteles, y seguro que estaba refiriéndose a sí mismo.
Pero ahora la estupidez parece haberse multiplicado exponencialmente. No sé si es que las redes nos permiten conocer las patochadas que antes quedaban escondidas en lo privado; o si es que la tontería tiene un efecto de llamada, de imitación y estímulo. Por desgracia, tiendo a creer lo segundo.
Porque, a fin de cuentas, el balconing parece un fenómeno bastante restringido, pero hay barbaridades mayores y epidémicas. La peor, las fotos criminales.
Como la muerte, hace un par de semanas, del magnate chino Wang Jian. Tenía 57 años, su empresa posee un tercio de los hoteles NH y el hombre debía de ser un verdadero lince.
Pues nada, se subió a un parapeto a hacerse una foto y se cayó. Ni siquiera estoy hablando de los selfies de alto riesgo que intentan hacerse algunos jóvenes chiflados, sino de los retratos incomprensiblemente peligrosos que de pronto acomete la gente normal (si es que la normalidad existe: pero ese es otro tema). Como la pareja de turistas polacos que se despeñó de un acantilado en Portugal en 2014 ante la mirada de sus hijos de cinco y seis años.
¿Qué nos pasa en la cabeza, qué cable se nos desconecta para que, en la ceguera de un momento determinado, hagamos lo que hacemos? Conducir demasiado bebidos.
Decir algo irreversible a un ser querido. Saltar por encima de una resbaladiza cascada o correr en Madrid en agosto a las tres de la tarde para demostrarnos que aún somos jóvenes.
Hacer el amor sin protección en una circunstancia de riesgo. Podemos caer en cualquiera de estas pifias y muchas más, y al mismo tiempo estar inventando la cura contra el cáncer.
Bichos absurdos.