Por Luis Alberto Romero - Historiador. Especial para Los Andes
“Dios está en todas partes, pero atiende en Buenos Aires”. La conocida frase, que resume una suerte de actitud común en muchas provincias, expresa una confusión y un prejuicio cómodo: atribuir a otro los problemas propios. Es posible que la elección de un dirigente porteño como presidente robustezca la idea.
Convertir un espacio geográfico en una persona que piensa y decide es, en general, un error. En Buenos Aires, como en cualquier otra parte, se piensan y se hacen muchas cosas diferentes. Pero, además, hay que tener en cuenta el cambio en las épocas y en las situaciones. Puede decirse que diferentes grupos de porteños dirigieron la política desde la creación del Virreinato, en 1776, hasta la década de 1860. Pero desde esta década la cabeza política del país ha sido el Estado nacional, y quienes lo condujeron fueron en su mayoría hombres de las provincias.
En 1776, cuando se creó el Virreinato del Río de la Plata, la ciudad de Buenos Aires se convirtió en capital de un conjunto de territorios parcialmente coincidentes con los del actual Estado argentino. Hasta 1810, Buenos Aires fue capital y puerto, y creció gracias a la plata del Potosí, sus rentas fiscales y su impulso al comercio .
Las cosas cambiaron desde 1810. La ruptura con el Alto Perú derrumbó la estructura comercial colonial y afectó al fisco, que pasó a depender de las rentas de la Aduana de Buenos Aires. También se derrumbaron todas las instituciones cuya legitimidad remitía al rey de España; el poder se fragmentó, y finalmente se reconstituyó en torno de las ciudades y sus cabildos, de las que surgieron las provincias, convertidas en estados. Entre ellas, Buenos Aires, la más fuerte, por la Aduana y por la ganadería, en plena expansión.
Entre 1810 y 1880 esas provincias vivieron en guerra, con algunos breves interludios de paz, en los que hubo acuerdos, tratados y proyectos de construir un nuevo Estado, que gradualmente se identificó como argentino. La forma que tendría dicho Estado, y particularmente el lugar de Buenos Aires y el destino de sus rentas aduaneras fueron el motivo principal de las querellas.
En 1853, después de Caseros, la Constitución zanjó buena parte de los conflictos al crear una república federal. Pero las guerras se prolongaron treinta largos y sangrientos años. La construcción del Estado fue lenta y gradual, hasta que se consolidó el principio del monopolio de la fuerza o, dicho en palabras más simples, la primacía del ejército nacional y el sometimiento de las milicias provinciales. El ejército profesionalizado, creado con motivo de la guerra con Paraguay, integrado con porteños y muchos provincianos, sometió a las provincias díscolas, una a una: en 1873 venció a Entre Ríos y en 1880 a Buenos Aires. Fue entonces cuando el Estado nacional transformó a la ciudad de Buenos Aires en Capital Federal.
Desde entonces comienza otra historia, cuyos protagonistas principales fueron el Estado nacional y, desde otro punto de vista, la nueva economía capitalista.
El Estado repartió entre las provincias una parte de los beneficios originados en la formidable expansión económica de la región litoral. Una parte de ellos provino de la construcción de las instituciones estatales, que generaron empleos adecuados para la gente educada de las provincias, como maestros y profesores, empleados del Correo o jueces. Sus beneficiarios se beneficiaron con sueldos pagados por la Nación, mejores y más seguros.
Otras políticas estatales tuvieron menos en cuenta el interés general y se preocuparon más por el de los políticos. En la década de 1880, y hasta el derrumbe de 1890, el Estado garantizó un conjunto de bancos, dirigidos por irresponsables que prestaron con generosidad y sin garantías cuantiosas cantidades a miembros de las élites locales -también porteños-, quienes, según estudió I. Lotersztein, nunca pensaron en devolverlos.
Desde la presidencia del tucumano Nicolás Avellaneda, el grupo tucumano desarrolló una industria azucarera escasamente eficiente, que pudo surgir y sobrevivir protegida por una elevada tarifa aduanera. Los costos recayeron en los consumidores, que pagaban el azúcar más caro. La tarifa era estipulada anualmente en el presupuesto. Para mantenerla, a fines del siglo XIX se constituyó el primer gran lobby argentino: el Centro Azucarero de Tucumán, encargado de cuidar que los diputados votaran por su mantenimiento.
A través de este reparto de beneficios, el Estado nacional aseguró la estabilidad política. Desde 1874 la política nacional estuvo conducida por una cambiante coalición de poderes provinciales, articulados en la Liga de Gobernadores y en el Partido Autonomista Nacional. Cada presidente dirigió la coalición, pero a costa de permanentes negociaciones y de un “populismo de élite”.
Ese Estado nacional dadivoso, con sede en Buenos Aires, estuvo gobernado por políticos provenientes de las provincias. En la capital se instalaron sucesivos grupos de políticos del interior, tan prestigiosos como pobres, y dispuestos a labrarse una carrera política y una posición económica, como lo registró Roberto Payró en Divertidas aventuras de un nieto de Juan Moreira, ambientada en tiempos de Juárez Celman.
Esto no significa que el país haya tenido gobiernos pragmáticamente federales, que hayan buscado cambiar el rumbo crecientemente centralista del Estado nacional que gobernaron. Solo significó que una parte importante de las élites políticas provinciales encontró en la política nacional el camino para beneficiarse personalmente con los recursos del Estado nacional, como en el caso de los Bancos garantidos, o para hacer su carrera administrativa y política en el Estado nacional. Fueron los iniciadores de una ruta que culminó recientemente con los riojanos y los “pingüinos”.
También hubo nuevos casos como el del azúcar tucumano, hasta llegar a la industria electrónica de Tierra del Fuego.
No sé si esto tiene que ver con el federalismo. Pero en cualquier caso, son cosas que trascienden a la ciudad de Buenos Aires, cuyos habitantes, tanto como los de cualquier punto del país, soportan un Estado nacional no fácil de sobrellevar. Un porteño en la presidencia no cambiará necesariamente las cosas, para mejor o peor. Construir un federalismo maduro y responsable es una tarea compleja, que demanda sacrificios dolorosos para quienes le sacan el jugo al prebendarismo federal.