Estábamos en casa de un conocido cuando su media naranja (aunque es tan petisa que sería más bien su medio quinoto) le dijo: “Estamos en la semana de la Independencia. Te voy a poner una escarapela”.
Y se la puso, pero con tan mala fortuna que el alfiler atravesó la camisa y el pulóver, y se fue a clavar en el pectoral izquierdo de mi amigo. El tipo pegó un grito de escándalo, se miró el lugar del pinchicidio y vio que brotaba un puntito de sangre. Entonces profirió varios insultos, que ponderaron la manifiesta habilidad que tiene su mujer para poner escarapelas.
Yo me dije “¡qué paradoja! Podemos armar un despelote de aquellos por un pinchazo con sangre de una escarapela que nos ponemos para celebrar y no pensamos que fue mucha sangre la que tuvo que derramarse para que nosotros, ahora, podamos celebrar usando una escarapela”.
El vago pinchado dijo “¡ay!”, y después del “¡ay!” una serie de improperios nada patrióticos. Se le fue la lengua. También Belgrano dijo “¡Ay, patria mía!”, pero después se le fue la vida.
Pensemos en un soldado herido después de Chacabuco, dolido, mientras aguardaba que lo auxilaran. Al menos habrá pensado: “Ojalá que mi sangre no sea en vano. Ojalá que valga la pena, que valga el dolor”.
Pensemos en Juana Azurduy frente a la sangre de su hijo. Es muy probable que haya pensado: “Espero que los del futuro se acuerden de todo lo que di, de todo lo que entregué para que ellos puedan ser”.
Pensemos en un granadero, agonizando lentamente en los campos de Ayacucho, allá en el Alto Perú, una tierra que ni se imaginó que existía. Es muy posible que en esa situación haya pensado: “Pueda ser que allá adelante alguien pueda disfrutar la vida que yo pierdo”.
Nos ponemos la escarapela en el pecho porque estamos orgullosos de sentirnos argentinos, es cierto, pero también porque estamos repitiendo una antigua historia de amor. El amor de aquellos que se murieron de amor por la patria, es decir, de última, que se murieron de amor por nosotros.
¿Sentimos realmente “la argentinidad”? Somos argentinos de eso no caben dudas, pero ¿estamos realmente orgullosos de serlo? He escuchado despotricar en contra del país y de lo que somos. He escuchado compararnos con otros países en beneficio de ellos. Nos atamos a un momento de la historia, este que estamos viviendo, que no es un buen momento para los que habitan este querido triángulo territorial, pero nos olvidamos de que hubo mucho esfuerzo, mucho valor y mucho sacrificio para que pudiéramos constituirnos como nación.
Los símbolos patrios pasan inadvertidos. Ya son muy pocos los que embanderan sus casas, muy pocos los que muestran el celeste y blanco en el pecho, muy pocos los que cantan el himno a viva voz.
A veces me parece que nos olvidamos, a veces me parece que nos importan un cuerno todos aquellos que le pusieron a esta idea de país lo único que tenían: su sangre. A veces me parece que somos indiferentes con el sacrificio de parto, con el sacrificio del origen, con tanto dolor pagado con dolor. A veces me parece que sería bueno que, de vez en cuando, de mayo en julio, de feriado en feriado, nos pincháramos el pecho con la escarapela.