Un pañuelo y un amor

Un pañuelo y un amor

En 1806 Buenos Aires fue invadida por milicias británicas. La sorpresiva toma duro más de un mes y, aunque lograron expulsarlos, los barcos británicos esperaron refuerzos mientras bloqueaban el puerto de la ciudad porteña. No había tiempo que perder y Santiago de Liniers instó al pueblo a organizarse militarmente. Sobre él escribió el deán Gregorio Funes: era “de una presencia llena de gentileza, de un aire noble, y de un porte voluptuoso (…) Liberal y magnánimo sin medida, era el encanto de todos”.

El francés se entregó por completo; actuando simultáneamente como sargento, general y ayudante. El pueblo lo amaba.

Aún éramos colonia, pero la Madre Patria no pudo hacerse cargo de protegernos. Cornelio Saavedra escribió que el momento fue verdaderamente tenso, a los españoles, acostumbrados “a mirar a los hijos del país como a sus dependientes y tratarlos con el aire de conquistadores, les era desagradable verlos con armas en la mano”. De todas formas se unieron y la victoria fue monumental.

Tras vencer a los británicos, creía Liniers que además del corazón de los porteños había conquistado el de Marie Annette Périchon de Vendeuill y O’Gorman, una de las mujeres más hermosas del virreinato. Casada con el irlandés Thomas O‘Gorman, esta francesa de treinta y dos años era espía al servicio de la Corona británica, valiéndose de sus encantos para recaudar información. Su marido viajaba regularmente y eso le dio total libertad para entregarse a otros hombres mientras tejía intrigas. Convertido en el hombre más importante del momento, Don Santiago se transformó inmediatamente en una víctima apetecible para la “Mata Hari” virreinal.

El idilio comenzó poco antes de expulsar a los ingleses. Nuestras tropas marchaban por las calles de la ciudad bonaerense cuando desde lo alto un pañuelo de seda fue arrojado y Liniers lo detuvo con su espada.  Llevándolo a su pecho, levantó la vista y -sobre un balcón de la calle Corrientes- vio a Marie Annette sonreírle. Aquel varonil rostro se iluminó. Poco después amanecerían juntos cada mañana.

Convivieron en la casa que ella poseía en Reconquista y Corrientes. No fueron nada discretos. Se rumoreaba que Anita vestía de coronel durante los encuentros íntimos y desde la calle los escuchaban alcoholizados cantando vivas a Napoleón, que por entonces dominaba Europa. Él, viudo cincuentón, parecía un adolescente enamorado.

En una sociedad como la de entonces semejante comportamiento enfureció a todos. Cotidianamente arrojaban piedras contra la fachada del “pecaminoso” domicilio y se escuchaba algún ¡prostituta! Pero Perichona (como la llamaban todos) o Petaquita (como la llamaba él) no se inmutó y siguió desafiando a sus contemporáneos, del mismo modo en que años más tarde haría su nieta: Camila O‘Gorman.

El romance terminó cuando un antiguo amante traicionó a Anita y demostró a Liniers que era espía, sumándose está a similares acusaciones previas. Don Santiago era entonces virrey del Río de la Plata y no pudo seguir justificándola delante de todos. En un último acto de amor la alejó de su lado. Debería haberla hecho fusilar, pero protegió su vida enviándola a Brasil. Jamás volvieron a verse.

Poco después el francés fue suplantado por Cisneros. Al producirse la Revolución de Mayo, como hombre fiel a España, se levantó contra ésta. Fue capturado y condenado a muerte. Por entonces la Perichona estaba de regreso en Argentina y dicen que intentó desesperadamente ayudarlo. Pero fue imposible y el último héroe de la Patria Vieja se convirtió en una de las primeras víctimas de la Patria Nueva.

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