Un país fachada - Por Carlos Salvador La Rosa

Un país fachada - Por Carlos Salvador La Rosa
Un país fachada - Por Carlos Salvador La Rosa

Más allá de los errores de política económica, o simplemente de política política, que pueda haber generado la dura “turbulencia” o crisis o tifón o como se la quiera llamar que atacó a la Argentina las últimas semanas, lo cierto es que fue muy difícil percibir en cualquier supuesto entendido una explicación convincente de lo ocurrido. Como que a todos los hubiera tomado por sorpresa, incluso a los que se la pasan prediciendo apocalipsis.

Claro que están, y en abundancia, los que “desean” que el macrismo se caiga cuanto antes. Y también están los que “desean” que el macrismo sea el primer eslabón de una nueva era política que borre lo más rápido posible la era política que se viene sucediendo desde los años 30 del siglo XX. Pero en los dos casos, y en todas las variedades intermedias, se trata de deseos, de ganas de que pasen esas cosas, pero no de pronósticos certeros sobre lo que efectivamente podría suceder.

Por cierto que los defensores del gobierno K no dudaron en endilgar toda la responsabilidad al gobierno que inició Macri y que los seguidores de éste sólo se autocriticaron por no haber avisado con suficiente claridad, cuando asumieron, que Cristina les dejó una bomba que ahora estalló.

Por supuesto que los liberales ortodoxos dicen que la culpa es de haber ajustado demasiado poco o nada, mientras que los progres sostienen que todo ocurrió porque se había ajustado brutalmente. Y tampoco faltaron esos economistas de los que Macri había prescindido, que no se podían privar del vengativo placer de aducir que en el fondo lo que ocurrió es porque los habían echado a ellos.

Pero la sensación psicológica de la crisis nada tenía que ver con estas supuestas certezas de unos y de otros, que más bien se semejaban a artículos de fe que todos repetían sin convicción frente al movimiento sísmico que por momentos pareció no tener fin.

Lo que se podía palpar desde el sentido común, desde la intuición popular de los que no saben pero que deben elegir a los que deberían saber, es que los especialistas hablaban por hablar. Como que todos nos estuvieran macaneando, esperando desesperados que la crisis se calme para así poder explicar con el diario del lunes lo que en verdad había pasado.

Hubo en ese sentido una crisis dirigencial, una crisis de autoridad, como que no sólo el gobierno sino toda la élite dirigente -oficialista y opositora, política, económica e intelectual- se hallara huérfana de respuestas frente a una crisis que la sobrepasaba, una enfermedad para la cual ninguno tenía no sólo algún atisbo de cura, sino ni siquiera el diagnóstico.

Todo parecía ser más tranquilizador cuando las crisis eran como las del mes de diciembre pasado y el gobierno lanzaba una propuesta de reforma no del todo consensuada y la oposición aprovechaba para ver si se podía colgar de ella a fin de golpear lo más posible al oficialismo. Pero como se le iba la mano y no dejaba baldosa de plaza sin arrancar para tirarle a milicos desarmados, el gobierno aprovechaba el extremismo opositor salvando sus propios errores apoyándose en los ajenos. Eran los tiempos en que los macristas lo que más querían era que Cristina o alguno de sus impresentables hablaran, porque frente a los anhelos desesperados de dicha gente para que caiga ya mismo el gobierno, la opinión pública se ponía a favor de Cambiemos aunque no le gustaran las medidas tomadas.

Pero esta vez Cristina se mantuvo en silencio y tampoco nadie fue demasiado extremista. Lo que ocurrió ocurrió por otras causas, por causas no provocadas conscientemente. Porque a nadie convence la idea de que la culpa la tuvo el aumento de la tasa de interés en los EEUU, o la falta de un ministro coordinador, o el anticipo que Monzó dio de su renuncia o la reunión del 28 de diciembre. Esos argumentos puede explicar, quizá, los datos objetivos de la crisis, pero ni siquiera todos sumados pueden explicar los datos subjetivos: el déjà vu, la sensación de derrumbe que se vivió tanto en el pueblo como en las élites, pero aún más en las élites que en el pueblo, desorientadas por doquier.

Para empezar a tratar un tema que merece mucho más que una columna, podría recordarse la vieja opinión del gran escritor argentino Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964), enorme crítico del primer peronismo, quien antes de la llegada del peronismo desarrolló la tesis de que la civilización en la Argentina, incluso en la edad de oro liberal, era una mera fachada detrás de la cual se ocultaba acechante la barbarie, o peor aún, que la supuesta civilización era otra forma de barbarie por ser incapaz de superarla y siempre acababa subsumida por ella, aunque aparentara mayor prolijidad.

Esa sensación se vivió por estos días en la Argentina, la de que la construcción de un país normal, de un país más o menos parecido a cualquiera que haya logrado concretar algún modelo de desarrollo propio, es por estos pagos nada más que esa fachada de la que hablaba Martínez Estrada.

Que no es jamás en la formalidad de las instituciones donde se libra la lucha política nacional real, sino en la selva corporativa y feudal donde las distintas tribus en pugna permanente entre sí avanzan o retroceden casilleros según la ley del más fuerte, o mejor dicho la ley del más vivo.

En una forma deliberadamente ambigua, no se sabe si como novelista o ensayista, si real o figuradamente, si alabándolo o criticándolo, el escritor peronista Jorge Asís emitió en su blog un análisis lapidario cuando dijo que “la paciente construcción del país normal...es otra utopía vulgar, porque la Argentina no es ningún país normal”. Y a continuación define lo que para él es la Argentina: un país “donde el transporte, la luz, el gas y el agua forman parte de las conquistas sociales”.

De ser las cosas así, quizá esta inmensa fachada detrás de la cual tratamos de ocultar lo que realmente queremos ser, o somos, o siempre hemos sido y seremos y no nos atrevemos a decir, es lo que en plena vigencia ascendente del kirchnerismo, se animó a opinar el analista Sergio Berensztein.

Que tal vez los argentinos, en su gran mayoría, no quieran sinceramente progresar hacia ningún lado, que antes de pagar los costos para ello prefieran sobrevivir en una mediocridad permanente.

Y lo peor que dijo lo dijo al final, cuando conjeturó que, en una de esas, los que siempre anuncian el temido apocalipsis frente a nuestra creciente decadencia estén profundamente equivocados: porque la Argentina ha encontrado la fórmula para vivir en esa eterna mediocridad y no está dispuesta a abandonarla bajo ningún motivo.

Y que las crisis sólo ocurren cuando queremos cambiar ese, nuestro verdadero modo de vida.

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