Dos pases para el costado, otro para atrás, y el pase que busca ir hacia adelante era anticipado por el adversario, rebotado sin precisión por el centrodelantero o simplemente interceptado por el bloque defensivo, que no debía hacer un esfuerzo sobre humano para lograr su cometido. La película se repetía una y otra vez hasta el hartazgo, de uno y otro lado.
La pelota en movimiento y tampoco la pelota quieta llevaba riesgo al arcos. Y lo que más inquietaba es que esta situación no le hacía perder los estribos a ninguno de los dos. El frío se hacía más frío en el Bautista Gargantini.
Hasta las agujas del reloj parecían haberse congelado. No corrían los minutos. Un despeje corto de la defensa de Atlético Paraná la pelota le quedó a Imperiale, quien la mató en su pecho y se perfiló.
El estadio se paralizaba, era lo más cerca a una situación de gol. El volante desenfundó, la tomó de lleno con el empeine de su pie derecho, el defensor visitante ya había llegado tarde para evitar que el disparo tenga destino de arco.
Parábola perfecta; la fuerza y la dirección parecían ser las indicadas. Pero no. Había que volver a sentarse y a frotar las manos para continuar dándole lucha a la dura temperatura. La pelota se iba a estallar contra el alambrado.
La fija mirada del portero visitante parece haber intimidado a la redonda. Nunca más en toda la noche el plateísta iba a levantarse de su butaca. El frío calaba los huesos y desde adentro del campo de juego no se transmitía sensación alguna. Ni la de bronca.
Era tan desidiosa la puesta en escena de ambos que la respuesta del espectador no fue otra que la indiferencia. El punto le servía a los dos. Ya no miran más la tabla de los promedios. Ya están demás en el torneo.