Al final de la II Guerra Mundial el historiador E. Hobsbawm volvió a Berlín -de donde había escapado en 1933- y encontró la Postdamer Platz totalmente destruida. Así la pude ver varias décadas más tarde, en 1995, cuando ya algunas topadoras comenzaban la limpieza de un sitio que pronto sería emblemático de la nueva y ultra moderna Berlín.
Pero entre 1961 y 1989 el paisaje fue distinto. Por el medio de la plaza corría el Muro, ícono por excelencia de la Guerra Fría. Fue construido para frenar la hemorragia de alemanes que huían de la zona soviética hacia las delicias de la parte occidental. También, para evitar que en uno de los cotidianos incidentes militares fronterizos surgiera el casus belli que terminara en una guerra nuclear no querida por nadie. Públicamente, ambas partes condenaron la existencia del Muro, por distintas razones, pero en privado les tranquilizaba saber que la frontera estaba segura y que se respetarían las zonas de influencia acordadas.
El estatus de Berlín fue parte del problema de la reunificación alemana, una de las cuestiones no resueltas en 1945. La reunificación fue una aspiración permanente de la República Federal Alemana y en los años 70 el canciller social demócrata Willy Brandt, emblemático alcalde berlinés, lanzó la Ostpolitik, o política de acercamiento y seducción al Este europeo.
Del otro lado no estaban muy convencidos. La República Democrática Alemana organizó un régimen de modelo soviético destacadamente eficaz, con militantes comunistas realmente convencidos y una población eficazmente controlada por la Stasi, que le cerró el camino a los grupos disidentes. Salvo a uno: los que emigraban al Oeste y expresaban la más contundente declaración de las limitaciones y fracasos del régimen comunista. La historia es conocida y dolorosa. En sus casi treinta años de existencia, fueron muchos los que quisieron cruzar el Muro, y muchos también quienes perecieron en el intento.
Las democracias populares tenían en la URSS un garante político y militar de última instancia, lo que era parte de las reglas tácitas de la Guerra Fría. Pero en los años setenta, en la URSS comenzaron a manifestarse claras señales de estancamiento económico, disimuladas entonces por el salto en el precio del petróleo que exportaban. Esa prosperidad petrolera les permitió un último esfuerzo para mantener la competencia bélica con Estados Unidos, pero a principios de los ochenta un grupo de dirigentes asumió que debían encararse reformas profundas, que M. Gorbachov sintetizó en dos palabras: glásnost y perestroika, transparencia y reestructuración. Esta última implicaba reducir gastos militares y abandonar la política exterior agresiva. En 1986, en la cumbre de Reikiavik, cesó formalmente la Guerra Fría, y entonces quedó claro que la URSS no intervendría militarmente en los asuntos de las democracias populares, a las que estimuló a iniciar -ellas también- el camino de las reformas.
Los acontecimientos se precipitaron en 1989. Hubo reclamos populares y, uno a uno, fueron cayendo los regímenes de modelo soviético, y en 1991 la propia URSS. Las transiciones fueron variadas -la Iglesia la reguló en Polonia y los propios dirigentes comunistas las manejaron en otros países- pero ninguna fue tan espectacular como la de Alemania.
Pese a haber recibido una clara advertencia de Gorbachov, el veterano líder de la RDA E. Honecker se negó a emprender cualquier cambio. Pero tampoco reprimió, como antaño, las manifestaciones callejeras que reclamaban reformas; comenzaron con timidez y se hicieron tumultuarias en Leipzig, Dresde y Berlín. Pero otra vez, como en 1961, lo decisivo para la elite gobernante fue la cantidad de gente que huía del país.
Primero Hungría abrió un poco la puerta y allá fueron 30.000 alemanes, en tránsito hacia Europa occidental. Luego, algo parecido pasó con Checoslovaquia. Honecker fue desplazado y su sucesor decidió que la prioridad era detener una hemorragia que, más que cualquier manifestación, destruía la legitimidad del régimen, y autorizó la salida libre a los países vecinos. En su cálculo, ya no serían considerados desertores, sino turistas.
Las cosas no resultaron así. En Berlín medio millón de personas estaba en las calles pendiente de la noticia. El 9 de noviembre de 1989 las autoridades locales abrieron las puertas del Muro y en poco tiempo habían cruzado al lado occidental más de 50.000 personas. Las que se quedaron, comenzaron la demolición del Muro, concluida días después. Alguien sugirió conservar una parte y convertirla en lugar de memoria; otros guardaron los trozos de piedra, luego vendidos como souvenirs. Pocos meses después, cayó el régimen soviético, hubo elecciones y en octubre de 1990 estaba cerrado el acuerdo para la reunificación alemana.
1989 fue un annus mirabilis. Por entonces, en el mundo occidental se conmemoraba el bicentenario de la Revolución Francesa. No fue difícil entonces encontrar similitudes entre ambos momentos, por el derrumbe definitivo de un mundo y por los augurios generales de un nuevo comienzo. Treinta años después, el aniversario invita también a reflexionar sobre sus consecuencias, inesperadas para los protagonistas.
En su momento, con el triunfo de Estados Unidos, se creyó que comenzaba una estable pax americana. El capitalismo -en la versión radical de Reagan y Thatcher- y la democracia liberal constituían el paradigma universal. La historia había llegado a su fin y comenzaba un presente tan sereno como eterno. Pero hoy vivimos en medio de las explosivas reacciones generadas por el orden nacido al fin de la Guerra fría, lo que oscurece un poco el optimista mensaje de la caída del Muro.
El desarrollo de un capitalismo con mínimas constricciones estatales generó un tendal de perdedores. Muchos pensaron, con Hobsbawm, que la presencia soviética al menos había servido para obligar a las democracias capitalistas a cuidar la equidad social, para alejar a los proletarios de las tentaciones revolucionarias.
La ilusión de la pax americana desapareció pronto, con la explosión de infinitos conflictos locales, hasta entonces postergados por la disciplina emanada del terror al apocalipsis. En las nuevas guerras abundaron las armas más modernas y sofisticadas, desde los Kalashnivov a los misiles, producidas por el sector industrial que, concluida la Guerra Fría, no solo podía buscar buscar libremente sus mercados sino también generarlos.
Alemania se unificó y se empeñó en reducir las diferencias entre ambas partes. Con la reconstrucción se produjeron y vendieron muchos más autos, y también "ventanas alemanas", summun de la civilización germana según A. Merkel. Pero esto fue el resultado de una verdadera ocupación pacífica, realizada por funcionarios, jueces, ingenieros y profesores de la RFA, que marcharon a civilizar la Alemania bárbara. Esas cosas nunca son gratuitas; en el Este alemán hoy hay muchos nostálgicos del orden soviético y otros tantos del "Nuevo orden" nazi.
Con el fin de la Guerra Fría John Le Carré se quedó sin tema, algo que sus lectores no dejamos de lamentar.