Un mundo virtualmente real

Un mundo virtualmente real

Los argentinos, según se informa, estamos en el podio mundial de uso de las redes sociales, con más de 3 horas al día en estas plataformas. Debido a que muchas personas pueden estar “usando mal” las nuevas tecnologías -el uso compulsivo del ciberespacio está sobreestablecido- resulta fácil adoptar una visión negativa de éstas.

No podemos desconocer que las redes son “desarrollo”, en el sentido que han creado oportunidades para ampliar el aprendizaje y la creatividad y pueden ser usadas de modo constructivo. Quizás resultaría redundante explayarnos sobre las bondades y las prestaciones sumamente valiosas de los avances tecnológicos tanto en los ámbitos socio-laborales y científicos, como en las relaciones familiares y en las amistades.

La economía industrial informática produce un impacto, no sólo en la estructura externa de la sociedad y el comercio sino también sobre las economías psíquicas internas, es decir sobre nuestros cerebros. “La tecnología no es buena ni mala, tampoco es neutral”.

El objetivo, al enfocar este tema, no es demonizar el campo virtual. Tampoco tenemos indicadores para sostener que Internet cause problemas psicológicos per se.

No obstante, debieran desarrollarse normas para un uso racional y responsable de los “vehículos ciberespaciales”. Por ejemplo, hoy muchos niños suelen hacer un uso discrecional de los celulares, incluso durante las horas de clase en los colegios.

Hace poco tiempo, me comentaba un padre que mientras compartía una cena con su hija de 9 años, en determinado momento la nena exclamó: ¡Papá, odio ese celular! Luego de esa circunstancia, apagó el celular y se dispuso a compartir ese precioso tiempo.

Hoy es frecuente observar la misma escena en cualquier lugar público. Mami sorbiendo su café, mientras contesta un mensaje. Papi, levemente apartado de la mesa, hablando por su celular. Los chicos picoteando sus galletas y disfrutando de los nuevos aplicativos de sus celulares de última generación.

Las relaciones familiares de copresencia implican cercanía, intimidad, solidez e imaginación. Pero la ubicuidad y continua presencia de un tercero -de la “proximidad virtual”- disponible de manera universal y permanente gracias a la red electrónica, vuelca la balanza a favor de la distancia, la lejanía y lo “espiritualmente remoto”.

Lo virtual, con su base material tecnológica infinitamente más amplia, flexible, variopinta y atractiva, promete un mundo más pleno de aventuras que cualquier reacomodamiento de cuerpos físicos. Se trataba supuestamente de una “revolución en las comunicaciones”, y sin embargo allí, en el epicentro tecnológico, los miembros de esa familia evitaban mirarse a los ojos.

Hoy en día, las formas de relación más superficiales y las más íntimas incluyen una mediación. Una consecuencia importante de esto es que, con el advenimiento de las nuevas tecnologías, el mundo real y virtual han empezado a homogeneizarse.

Sin embargo, la investigación es reveladora con respecto a esto: hay una correlación entre tener un gran número de amigos en Facebook y sentirse solo.

Los que tienen baja autoestima pueden empeorar aún más esa situación, porque tienden a revelar más rasgos negativos como opuestos a los positivos, lo que lleva a menos “me gusta”. Uno de cada dos adolescentes admitió que mentían sobre datos personales en Facebook, por lo tanto, hay consecuencias para la identidad y las relaciones significativas. Abundan los sentimientos de inseguridad, desasosiego, en desmedro del desarrollo de habilidades sociales.

La seguridad que se da en persona o por teléfono -a veces la voz acaricia- causa una disminución de la hormona del estrés (cortisol) y un aumento de la hormona de la vinculación emocional (oxitocina), mientras que la misma seguridad que brinda el mensaje instantáneo no tiene tales beneficios.

Para ciertos individuos su avatar tiene posibilidades de crear una gran discrepancia entre su situación de identidad percibida y su habilidad social en el mundo “real” y la que puede obtener en el ciberespacio. Bessiere descubrió que los individuos que tienen un nivel más bajo de bienestar psicológico son más proclives a crear personajes que estén más cerca de su imagen ideal y más lejos de su identidad real que aquellos que tienen un nivel más alto de bienestar psicológico.

La vivencia de una identidad virtual ideal puede ser, por ejemplo, alguien con mayores destrezas físicas, con habilidades especiales o con un elevado sex appeal.

Estas características no son algo que yo tenga que desarrollar con el tiempo sino que, con relativa facilidad y poco conocimiento de cómo adaptar mi avatar “al gusto del consumidor”, puedo tener una presencia en el ciberespacio con efecto casi inmediato y donde puedo ejercitar una “flexibilidad somática”. O como lo dijo el diario The New Yorker sucintamente: “En Internet nadie sabe que eres un perro”.

Las raíces etimológicas del término “ciberespacio”, del griego kibernan, que significa controlar o timonear, nos dirigen hacia una importante característica que explica su atractivo: en este espacio, el individuo se siente al mando ya que manipula la realidad. Cuánto más fácil es entrar en un mundo que uno puede controlar completamente, en el que lo único que se necesita para salir es un clic en el que la “madre pantalla” que alimenta puede ser encendida o apagada a voluntad.

Aun así, la seducción del estado mental de “necesitar sólo un clic para salir” facilitado por las nuevas tecnologías, aparece en contraste con nuestra inerme dependencia de máquinas que apenas entendemos.

Nos hemos vuelto tan dependientes de nuestros aparatos -ya sea como extensiones de nuestros límites físicos y cognitivos o como repliegues psíquicos cuando adquieren una función más rígida y/o compulsiva en el mundo interno- que no es sorprendente que experimentemos una terrible sensación de pérdida, privación o rabia cuando se pierden o cuando fallan.

Tales “fracasos” proporcionan un relato diferente al del “control” permitido por la tecnología. La falla de la máquina expone la indefensión escondida detrás de la fantasía de control. Es decir, somos aún seres corpóreos que tenemos un control limitado sobre nuestro mundo y ninguno en absoluto sobre nuestra finitud última.

Todavía no sabemos lo suficiente sobre los efectos de la experiencia sostenida en el tiempo de inmediatez virtual sobre la mente, es decir, sobre la manera en que en el ciberespacio podemos hacer las cosas que de otro modo llevarían mucho más tiempo o simplemente no serían realizables, suceden “ahora”. Esto tiene potencialmente repercusiones de mucho mayor alcance para el individuo y para la manera en que nos relacionamos unos con otros íntima y socialmente.

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