Nadie puede imaginarse, siquiera por un segundo, lo que significa ser recordada por todos y cada uno de los que han pasado por tu vida. Medio siglo después, desde que salí de la escuela primaria, no ha habido un solo año en que no me encuentre con un compañero al que nunca más le volví ver la cara ni en fotografías y, entonces, la secuencia se dispara: mirada de extrañeza, mezcla de repugnancia y de revelación, compostura de la mueca a tiempo, además de la frase inevitable en clave de pregunta que se responde sola: «¿Esther, sos vos? Sí, sos vos».
Claro, aunque transcurran las décadas y todo se borronee por la vejez, cuando un monstruo pasa a formar parte de tu galería de los horrores, tu carita de niña judía resultará siempre imposible de olvidar. Siempre, siempre.
Si alguien buscara en sus álbumes polvorientos, me encontraría con facilidad en la foto grupal: los ojos desafiantes, pero el rostro sin solidez, atravesado por un lunar rojo y oscuro que parte desde la ceja izquierda, baja como una lava ardiente por el costado de la nariz hasta el comienzo del labio superior, para rematar con una verruga.
Para los demás, soy la memoria, sí. Justo yo, que me pasé toda la adolescencia tratando de ser invisible. Una sombra que esquivaba los espejos, las vidrieras del centro, hasta el reflejo mezquino de los anteojos de mis compañeras más estudiosas. A veces lograba olvidarme de la mancha, de sus pequeñas protuberancias que hacían desviar la vista de cualquiera que me hablara. Siempre fui un hito, una referencia infame para los que me han rodeado: «Ah, ustedes son amigos de la chica de la cara manchada». Así ha sido desde que abrí los ojos en este mundo.
Por eso, yo soy la memoria. Qué quiero decir. Que también soy caprichosa y selectiva. Lo mío es un esfuerzo diario por recordar las cosas, mientras intento eliminar los detalles de mi rostro. No todo merece ser resguardado del rastrillo del olvido, que igual pasa arrasando pero deja huellas, trazos en la tierra sin configurar.
Caso uno: cuando me estoy bañando. En un momento sé que tengo que lavarme la cabeza. Aquí comienza mi batalla. «¿Ya me habré echado el champú o es la primera vez?», me pregunto. «¿Quizá me toque el acondicionador?». El agua se ha llevado mis actos reflejos por las cañerías. Entonces comienzo a ver entre los surcos del recuerdo. Me fijo si tiene espuma la tapa del frasco, si lo cambié de lugar, si el pelo está más suave. Por las dudas aprieto fuerte el pomo y me enjuago otra vez con rabia. Seguro tengo las canas más relucientes de toda la colectividad.
Caso dos: cuando me acuesto. No creo que haya un estado más inexplicable que la duermevela. La razón tiene un pie en cada lado de la noche. Es por eso que, si nos salimos de esa situación, es como si nos tropezáramos. Cerca de las doce, las llaves y las cerraduras me empiezan a hacer zancadillas en la oscuridad. «¿Habré cerrado la puerta del patio? ¿Le di las dos vueltas a la de calle? ¿Dónde dejé la llavecita del secreter con la plata?». Lo último que quiero es levantarme, pero tampoco puedo dormir. Con los ojos cerrados repaso mis últimos movimientos. Sorbo de té, mucho limón, mañana lavo la taza, luz de cocina, luz de living, pasillo en negro, patio, la ropa colgada, toco, húmeda todavía, puerta cerrada, la llave. ¿Eché llave realmente? Me levanto y compruebo. Sí. Soy una estúpida. Aclaro que nunca me pienso con un rostro definido, real. Hay veces que me imagino con un sombrero de ala ancha, o una capelina ladeada, que no permiten que nadie mire los rasgos en su totalidad. Ni yo.
***
Hace unos tres meses que no llueve en la provincia. Esta mañana me despertó el ruido del agua de una de las canaletas del techo, como si fuera una cascada pequeña, íntima. «Otra vez falló el flotante», pensé. Pero no. Estaba lloviendo. Me voy a pedir un remís para ir al templo. Preparo el desayuno, paso un poco el escobillón y, mientras trago bien amargo el café, llamo al remisero: «Hola. Cuánto me va a salir con lluvia. Ah, sí. No se olvide, López, de tocar bocina como siempre; si no, haga de cuenta que no existo. Media hora dice. Bueno».
Levanto todo y lavo las tazas. La del café de hoy y la del té de anoche. Camino hacia la puerta y me asomo por la ventana. La cartera me cuelga del brazo. Todavía no suena la bocina de López, pero estoy ansiosa. La clave es que él siempre la hace sonar tres veces cortitas, un espacio en silencio y un toque largo final. Solo así salgo, yo no me confío.
Cierro la cortina. Compruebo que la llave esté en la puerta. Me sorprende que en el umbral haya unas hojas de diario doblado, como una improvisada rejilla para limpiarse los pies por la tormenta. Pero si yo no espero visita, si ya nadie viene a mi casa. No reconozco en mi memoria ninguno de los trazos que podría haber dejado esta acción: la de ir a buscar en la despensa la pila de los diarios viejos y seleccionar unas hojas al azar. Bueno, no tanto. Los clasificados y los avisos fúnebres son las secciones que primero tiro. Indago en mis recuerdos y nada. Me he comprometido a hacer de mí misma la memoria. Olvidarme de algo o no poder reconstruir, aunque sea, un fragmento de lo sucedido es como si me faltara un pedazo de mi cuerpo. Una parte imperceptible quizá a simple vista, como una uña quebrada o unas pestañas menos. Ojalá pudiera ser una mancha, pero no. Sin embargo, la suma de esos despistes pueden llevarme a la desaparición.
Regreso a la puerta de entrada. El diario sigue en el umbral y, aunque no lo había visto antes, tiene ahora un poco de barro. Me agacho y me doy cuenta de que la de arriba es una hoja de los avisos fúnebres. «¿Cuándo la puse aquí?», vuelvo a preguntarme. Leo y al final de todas las columnas, tapado un poco por el barro ya seco, asoma un apellido extenso que termina con dos efes. Encima tiene clavada la punta inferior de la estrella de David. Raspo con el zapato la costra y confirmo mis sospechas al leer el nombre completo. De otro modo, sería demasiada casualidad ese conocido nombre de mujer allí.
Escucho el ruido del motor. Un toque, dos, tres. Breves, seguidos. Ahora el silencio. Luego tendría que venir el bocinazo largo del final, pero demora. El espacio entre toque y toque convenido con López, el remisero, se extiende casi como una eternidad. «Yo así no salgo», me digo. Debería ir a mirarme al espejo para ver si estoy, para confirmar que toda esa carne que rodea la mancha, todavía pertenece a esta realidad. Entonces, López se olvida de nuestra señal acordada, saca su mano de la bocina y se va sin completar el pacto. Por fin alguien no me ha recordado. Ahora solo me quedará aceptar que no existo. Aunque existir sea para los débiles.