Durante un mes la población de Mendoza pudo disfrutar de las actividades que se desarrollaron en distintos lugares de la provincia destinadas a rendir homenaje a la cepa insignia: el malbec, que permitió a la vitivinicultura argentina ser respetada y considerada por su excelencia entre los consumidores más exigentes.
Actividades similares se habían desarrollado con anterioridad en la Capital Federal y Gran Buenos Aires, los grandes centros de consumo, pero ahora se ratificó en Mendoza, en honor al terruño que le da las cualidades y al trabajo de la gente, tanto del obrero de viña como del enólogo, para concretar vinos de altísima calidad.
La historia del cepaje puede remontarse al momento en que Miguel A. Pouget trajo a la Argentina, desde Chile, las primeras cepas de malbec, una variedad procedente de Francia que encontró en Mendoza el terreno y el clima ideal para desarrollar todo su potencial. Las hectáreas implantadas con la variedad se multiplicaron, especialmente en la denominada Primera Zona (Luján y Maipú), donde se la conocía como “uva francesa”.
Pero existía un inconveniente: eran tiempos de un consumo muy alto -90 litros anuales per cápita- por ello los bodegueros priorizaron la cantidad por sobre la calidad. A esto hay que agregar que se trataba de un cepaje que producía menos quintales que las uvas criollas y cerezas y con un costo más alto de mantenimiento y de cosecha.
Sin embargo, hubo empresarios que insistieron con la calidad, como señaló días pasados en una carta del lector Ricardo Santos, ex propietario de bodegas Norton, al recordar que elaboró un malbec que sedujo a un gran importador de Estados Unidos, quien lo invitó al país del norte para cerrar una operación de exportación; hace de esto ya 35 años.
Pero el gran despertar de la vitivinicultura argentina se produjo a fines de la década de los ’80 y durante los ’90, cuando los bodegueros argentinos concluyeron en que debían salir a vender al mundo porque el mercado local se acotaba por la caída del consumo. Se trabajó en las fincas, se incorporó tecnología en bodegas y se capacitó a profesionales de manera tal que los caldos ganaron en calidad.
Fue así que comenzaron a participar de ferias internacionales y la sorpresa superó a los más optimistas: el malbec se convirtió en la nave insignia que abrió el ingreso de los vinos argentinos en el mundo vitivinícola. Así entonces, de las pocas decenas de miles de dólares que se exportaban a mediados de los ’90, se pasó a los casi mil millones de dólares que ingresan por exportaciones en la actualidad.
A la anécdota de Ricardo Santos podemos sumar otra, la de un fuerte empresario de Estados Unidos, aunque de origen español, quien comentó en una reunión de amigos que se encontraba cenando en un restaurante de Nueva York cuando en una mesa cercana un argentino pidió una botella de malbec. El empresario le pidió probar el nuevo varietal y fue tal la satisfacción que le produjo que le consultó sobre las características del mismo y sobre cuáles eran las zonas de mejor producción. Informado convenientemente y luego de varios viajes a Mendoza, el empresario compró una finca en La Carrodilla y construyó su propia bodega para llevar “sus” vinos malbec a EEUU.
La vitivinicultura argentina, como sucede con el resto de las economías regionales, se encuentra atravesando un momento difícil. Las perspectivas son optimistas porque se han modificado algunas reglas de juego en la economía y es la oportunidad para ratificar el rumbo.
Debe insistirse con la calidad y, de la mano del malbec, seguir insertándose en las góndolas internacionales, mientras continúa sumando consumidores en el mercado local. Los hechos han ratificado cuál es el camino correcto.