Las atrocidades ocurridas dentro del Instituto Antonio Próvolo, tanto en Italia como en la Argentina, constituyen un caso arquetípico de aquello que el Papa Francisco se propuso combatir prioritariamente: ese sector de la Iglesia previo a él (pero que aún subsiste) que ocultó los innumerables casos de abuso sexual cometidos por sacerdotes, enviando a los responsables del mal a zonas lejanas del lugar donde cometieron sus terribles delitos.
Algunos de ellos vinieron a la Argentina, y a Mendoza en particular, donde -como era de prever- siguieron con las mismas perversiones porque para ese tipo de personajes el destierro no es castigo y los que los apañaron, más que lavarse las manos fueron cómplices.
En ese sentido, y aunque los más que sospechosos abusadores estén en prisión para ser juzgados, el pedido del enviado papal a Mendoza para reabrir el Próvolo es muy cuestionable. Más si a ello se le agregan las declaraciones del obispo de Verona, de donde proviene el Instituto, cuando afirmó en un escrito que las denuncias de abuso sexual contra los sacerdotes “están motivadas quizá por la intención de apoderarse de las bellas propiedades del instituto en esos lugares, eso con la complicidad de las autoridades administrativas”.
En vez de preocuparse por los escándalos provocados en la provincia por sus súbditos (réplica exacta de los cometidos en Italia), la alta autoridad eclesiástica denuncia intenciones aviesas de los padres de los alumnos violados y de las autoridades, como si se tratara de un complot de las víctimas y del Estado para robarle las propiedades. Y que por eso difaman a los “pobres” curitas. Inconcebible.
El enviado papal a Mendoza sostiene que “es el único colegio en Mendoza (donde hubo denuncias de abuso sexual) que se cerró”. Y propone “separar la paja del trigo” apartando a los sospechosos para volver a dar clases.
Pero una cosa es que se detecte un pedófilo en una escuela y otra que la escuela esté dirigida por pedófilos. Además la cantidad inmensa de casos denunciados habla de la imposibilidad de separar la paja del trigo. No estamos únicamente frente a unos hechos de abuso sino a una institución donde las sospechas no sólo se dirigen hacia las aberraciones cometidas sino también hacia muchos silencios tolerantes o miradas desviadas que no quisieron ver.
Todo indica, por los alevosos antecedentes y por las contundentes presunciones, que ese edificio fue ocupado por el mal en estado puro y que su reapertura sería un pésimo antecedente pues difícilmente se podrá olvidar el terror que se vivió tras sus muros. Frente a la magnitud de la tragedia, hablar del destino del edificio suena a frivolidad.
El Gobierno de Mendoza, a través de los funcionarios que siguieron de cerca el caso, está convencido de que allí no se puede ni se podrán impartir clases de ningún tipo. Que dicha institución fue dirigida por gente que huyó de Italia hacia la Argentina porque alguien los protegió y que lo que hoy se investiga es una suma de ataques sexuales sistemáticos con encubrimiento, de una magnitud tan impresionante que dicho instituto devino una ESMA de la educación, donde dar clases de nuevo sería terrible.
Al obispo de Verona, los funcionarios estatales le responden que haga lo que quiera con el edificio pero que a sus dueños ni se les ocurra volver a dar clases no sólo en dicho sitio sino en ningún otro lugar de la provincia. Esos mismos funcionarios creen que por lo ocurrido dentro del instituto, estamos frente a una denuncia de tal gravedad contra ciertos sectores de la Iglesia, que se trata de una noticia de envergadura mundial.
Por ello, sabiendo la gran sensibilidad que frente a este tema tiene el Papa Francisco, y por haber ocurrido en su país natal, una palabra suya de apoyo sería una inmensa bendición para las víctimas de tamaños demonios.