Un golpismo sin golpistas

Un golpismo sin golpistas
Un golpismo sin golpistas

Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com.ar

El “golpe civil” por parte de los sectores opositores de un país o el “autogolpe” encarado por los propios oficialistas son dos malas denominaciones, imprecisas pero efectistas, con las cuales los adversarios políticos de los países populistas tratan de interpretar los nuevos conflictos, tan diferentes a los de otras épocas.

Por eso la idea de equiparar los reales golpes de antes con los supuestos de ahora es de un simplismo alarmante.

En realidad, de lo que se trata es de democracias de bajísima calidad que en nombre de una mayor participación popular y de una supuesta lucha contra la “casta” o la “clase política”, lo único que han logrado es que los mecanismos representativos e institucionales se diluyan casi hasta hacerse inexistentes.

Además, como se han llevado las distancias ideológicas a niveles de intolerancia extrema, ya nadie ve -en estos países al adversario como tal- sino como enemigo; entonces, al no haber debate democrático, cualquier diferencia deviene golpista o autogolpista.

Lamentablemente, por lo menos hasta ahora, cualquier intento de suplantar la variante republicana de la democracia por cualquier otra lo único que ha logrado es menos democracia, no más.

Así, toda “profundización” democrática sólo la hace más frágil, más adaptable a ser dominada por déspotas que una a una van eliminando todas las garantías constitucionales en nombre de ideologías revolucionarias que sólo sirven de coartada para legitimar discursivamente lo que es exclusivamente mera voluntad de poder absoluto.

Hemos vuelto conceptualmente cincuenta años atrás, cuando en el pensamiento político estaba de moda la división entre “democracia de fondo” versus “democracia de forma”.

Se decía que la de forma era un mero disfraz donde las instituciones estaban al servicio de los poderosos, y que entonces era necesario cuestionar esas formas para llegar al fondo de la democracia.

En la Argentina en particular y en América Latina en general ese conflicto se resolvió en los años 80, cuando con el nuevo renacer democrático se consideró que el fondo y la forma eran la misma cosa, que uno sin la otra era a todas luces imposible, por eso había que cuidar a los dos por igual.

Los nuevos populismos latinoamericanos hicieron volar otra vez por los aires esa interesante síntesis política, condenando a todos los que no piensan como ellos de ser demócratas de palabra pero golpistas de hecho.

Y nuevamente -pero aún con más furia que antes- se volvió a acusar a todas las formalidades democráticas, vale decir a la prensa crítica, a la Justicia independiente y a la oposición política de ser los arietes de las corporaciones económicas y del imperialismo financiero para atacar a los gobiernos “populares”.

De ese modo, para estos sistemas políticos, la única forma de avanzar desde la democracia formal y mentirosa a la de fondo y verdadera es acabar con el periodismo, la Justicia y la oposición, por ser meros empleados disfrazados de demócratas, de poderes para nada democráticos.

Han logrado unir exitosamente en el mismo relato el despotismo de las viejas dictaduras bananeras con las igual de viejas ideologías de izquierda antioligárquicas y antiimperialistas.

Quien más ha llevado al extremo ese modo de actuar es Venezuela, cuyo gobierno al manejar enteramente el Ejército, el Parlamento, la Justicia y la prensa, ahora está encarcelando a todos los opositores políticos que puede a fin de convertir en una parodia a las elecciones, puesto que hoy por hoy parece no contar con la mayoría popular.

Y esto, que es lo más cerca a un golpe de Estado “new age” que se haya podido observar por estas comarcas, no ha sido denunciado por ningún país latinoamericano, mostrando, si no complicidad, al menos una fuerte incapacidad para ponerles límites a estos nuevos fenómenos tan negativos para la salud democrática.

Siendo una pena que en este momento histórico que parecía tan positivo, cuando prácticamente todo el continente había alcanzado la democracia, ésta se comience a pudrir desde adentro al no tener enemigos desde afuera.

La Argentina no es ajena a este debate, pero a su modo, porque aquí los últimos golpes de Estado lo intentaron Rico y Seineldín a fines de los años 80 y desde entonces han desaparecido absolutamente.

Sin embargo, el oficialismo ve un golpismo acechante prácticamente en todos los sectores políticos, económicos y mediáticos que no se arrodillen frente a él. Y desde la oposición, frente a la desmesura de estas acusaciones, se empieza a hablar de autogolpe.

No obstante, hoy la voluntad de que este gobierno termine el 10 de diciembre parece ser un consenso casi universal, incluso en aquellos que lo critican despiadadamente. Y con respecto al autogolpe, a diferencia de Venezuela, la Argentina no tiene ninguna de las condiciones objetivas para ello.

El Ejército no existe como factor de poder y lo poco que queda de él difícilmente le respondería a Milani para una cosa así, quien más que un jefe militar parece un espía solapado. La prensa y la Justicia independientes del poder político son odiados por éste tanto como lo hace el chavismo, pero aquí el Gobierno carece del dominio mayoritario sobre ambos.

Por eso, lo que hoy por hoy ocurre en el país con este grado de histerismo desmedido en el que todos los días parece que se terminara el mundo, nos hace acordar más a un hecho que pasó promediando el gobierno de Carlos Menem que a esta tontería de interpretar la realidad mediante golpes o autogolpes.

En 1994 Menem había decidido cambiar la Constitución para reelegirse pero no tenía las mayorías suficientes para ello. Cuando vio que sería imposible lograrlo, recurrió a un histerismo similar al actual de Cristina, amenazando al resto de la oposición política de arrasar el país si no le daban la reelección, aunque no contara para dicho”tsunami” más que con su verba inflamada y su astucia política.

Sin embargo, la oposición le creyó y antes de que Menem supuestamente arrasara con el país decidió rendirse a su capricho, cuando de no haberlo hecho no habría pasado absolutamente nada.

Hoy nos hallamos en una situación parecida: la Presidenta, en particular para frenar la lluvia de juicios que le vienen cayendo a ella y a sus más cercanos, está tratando de instalar en la Argentina un clima de fin del mundo, con golpes ajenos e incluso probables autogolpes, a ver si les dobla la mano a la oposición y a la Justicia, para que estas, atemorizadas porque el país estalle en pedazos frente al griterío presidencial, intenten aflojar en sus propuestas y fallos o en las consecuencias de los mismos aun a costa de la verdad, con el fin de privilegiar la convivencia pacífica.

Sin embargo, no deberían atemorizarse por las amenazas y los histerismos. Como Alfonsín no debería haberse dejado intimidar por Menem para firmar el Pacto de Olivos. En un caso y en otro hubo y hay, como diría Luisito D’Elía, mucho de piripipí.

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