Un Frankenstein fuera de control

Los recientes sucesos ocurridos durante el último Boca vs River provocaron un quiebre en la percepción del fenómeno del barrabravismo. Sólo una firme política de Estado podrá combatir este flagelo que ya se ha naturalizado.

Un Frankenstein fuera de control

Las imágenes televisivas que reflejaron el escándalo producido en el superclásico del jueves pasado, disputado por Boca y River en el estadio xeneize, fueron reproducidas en todo el mundo e interpretadas como un fenómeno de violencia social que excede largamente los parámetros de un hecho deportivo propiamente dicho.

Futbolistas riverplatenses atacados desde las sombras con un gas de fabricación casera, jugadores boquenses que se acercaron a solidarizarse en forma vacilante y la salida presurosa del campo de juego luego de más de una hora y media de espera de ambos equipos, uno levantando los brazos en señal de saludo hacia la barra brava y el otro cubriéndose la cabeza ante los lanzamientos de botellas por parte de parte de plateístas locales, cerraron una espiral de violencia a la vez simbólica y explícita.

Un hecho vergonzoso y del que sólo hubo ganadores claramente perceptibles: los violentos. Los días transcurridos, además, hicieron aflorar una sensación de impunidad a partir de que todavía no hubo sanciones para los causantes del flagelo. La indefensión del simpatizante y aficionado común al fútbol volvió a quedar en el centro de la escena.

La cultura del aguante también hizo lo suyo: provocó la ruptura de una escala de valores y destrozó los límites hasta absorber los hechos de violencia como si estos estuvieran naturalizados dentro de la vida cotidiana.

El nudo del problema radica en identificar las variables que han permitido la proliferación de grupos de choque que se han servido de la actividad deportiva -especialmente la futbolística- para crear un campo de cultivo en el cual se aplicara la premisa del vale todo. Así, la barra brava alcanza la expresión máxima de matonismo, clientelismo político y prácticas de homogeneización de patrones antisociales.

Un Frankenstein que creció amparado por quienes lo crearon para beneficio propio y que ya parece fuera de control. A estas barras bravas no se las puede consentir alegre y despreocupadamente y menos destinarles una mirada condescendiente y sin involucrarse en cómo afrontar el problema. El Estado de Derecho se refuerza cuando se las combate con la energía propia de quien prefiere la convivencia antes que las prácticas mafiosas.

En tanto, a veces se supone -erróneamente- que el flagelo del barrabravismo puede diluirse fácil y rápidamente, tomando el ejemplo de cómo en Inglaterra se fue controlando a los temibles hooligans hasta que se fueron desperdigando en no más de una década. Sin embargo, las características socioculturales y el modus operandi son diferentes entre los barras británicos y los argentinos.

Aquellos pertenecían a sectores de la clase media pauperizada durante la década del ’90 y habían alcanzado identidad de grupos marginales sin relación alguna con el sistema. En cambio, los barrabravas argentinos están vinculados estrechamente a los negocios colaterales que se mueven alrededor del fútbol.

El control de los estacionamientos aledaños al estadio en los días de partido, el manejo de porcentajes en las transferencias de jugadores, el expendio de merchandising en la calle y la venta de estupefacientes de todo tipo en los alrededores y hasta dentro de las canchas, les representa una fuente inagotable de ingresos. Los hooligans se autocaracterizaban como antisistema; los barrabravas argentinos, todo lo contrario, se sirven del sistema.

No es novedosa la ostentación de poder del barrabravismo argentino, el cual se ha expandido por el país con premeditación y alevosía. Ya ni siquiera se esconden sus líderes sino que, por el contrario, se muestran a cara descubierta y disfrutan si es que la televisión los enfoca en primer plano; no les interesa el anonimato porque al dominar el centro de la escena saben que están enviando mensajes entre líneas a quienes los contratan.

Quienes aún intentan taparse el rostro con una capucha y hasta con una careta son quienes pertenecen a las segunda o tercera líneas de las barras, que no gozan de tantos privilegios a la hora de recibir el beneficio de la impunidad.

La única solución posible para erradicar a la corporación barrabravista en la Argentina es la puesta en práctica de una firme política de Estado, la cual identifique, actúe y vaya hasta las últimas consecuencias con el fin de desarmar definitivamente estos grupos ya endémicos de violencia sistemática y organizada.

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