De los diarios de Ricardo Piglia solo habíamos leído unas páginas, pero creíamos conocerlos de tanto oírlos nombrar. Piglia había conseguido darles consistencia real describiéndolos con tres o cuatro detalles precisos, despertar la curiosidad de los lectores con unos pocos anticipos, rodearlos de un aura mítica y convencernos de que ocuparían en su obra un lugar central.
Decía haber escrito algunos libros sólo para justificarlos y también, ironizando sobre el secreto y el mito, que encontraríamos ahí –en ese blanco virtual– su verdadera obra maestra.
Había dicho por fin que los publicaría como los diarios de su alter ego, Emilio Renzi, y aunque pensamos que era una broma, una contradicción en los términos, supimos en 2015, frente al primer tomo de Los diarios de Emilio Renzi, que era verdad. Un día en la vida, el tercer y último tomo que acaba de publicarse, completa la serie, más de mil páginas pacientemente reescritas durante un año con el apremio de la enfermedad.
Atribuidos efectivamente a Renzi y por lo tanto convertidos en ficción, Los diarios de Emilio Renzi son sin duda la "novela suma" de Piglia, remix de los míticos 327 cuadernos y su intempestiva reversión, el comienzo literal de su vida de escritor en el 57 y, con una prolijidad que asusta, su premeditado final. La prolijidad de lo real, dicho sea de paso, es el título de la primera novela de Renzi, descartado y reemplazado por otro en la primera novela de Piglia, Respiración artificial.
Barthes, que nunca llevó un diario, reconoce cuatro motivos que podrían alentarlo: uno poético (forjar un estilo, un idiolecto), uno histórico (desparramar, pulverizándolas en el día a día, las huellas de una época), uno utópico (suplir los fallos del resto de la obra con un excedente, la seducción de la persona del escritor) y uno más pasional que llama “idólatra”: el diario como taller de frases exactas, de dedicación obstinada a la máxima precisión.
Todos esos motivos parecen inspirar los diarios de Renzi-Piglia, pero habría que agregar otro que los reúne dialécticamente, y podríamos llamar alquímico: el diario como matriz secreta de una mezcla personal de autobiografía, crítica y ficción, crisol de la forma breve hacia la larga duración.
Cierto que alternando los primeros planos del autobiógrafo, el crítico y el narrador, toda la obra de Piglia responde a esa matriz, pero en los diarios la mezcla se afina en un híbrido escurridizo, un abismo de versiones, inversiones y perversiones, robos, plagios y apócrifos que facetan infinitamente lo que se cuenta y multiplican el vértigo del lector.
Si solo a primera vista la obra de Piglia se escribe según la lógica de los géneros (la novela negra, el relato fantástico, la ciencia ficción), también los diarios son un avatar personal del género “diario íntimo”, una remake antojadiza de los cuadernos, que Piglia somete al maëlstrom temporal de la reescritura y la ficción.
Si la obra de Piglia se escribe según la lógica de los géneros (novela negra, ciencia ficción), los diarios son un avatar personal del "diario íntimo".
Esquirlas autobiográficas
A Borges le gustaba citar esa broma que Oscar Wilde atribuía a Thomas Carlyle, “escribir una biografía de Miguel Ángel que omitiera toda mención de las obras de Miguel Ángel”; Macedonio Fernández había propuesto “la autobiografía hecha por otro” y la todavía más esquiva “autobiografía de un desconocido, hasta el punto de no saberse si es él”.
“Todo esto”, escribe Barthes en el epígrafe manuscrito de su Barthes por Barthes, “debe ser considerado como dicho por un personaje de novela”. En esa saga, Piglia escribe un “diario de otro”, un sampling de esquirlas autobiográficas a la vez próximas y distantes, propias y enajenadas, que hace tambalear el estatuto de verdad del género, el pacto convencional con el lector y revela la naturaleza novelesca de toda escritura del yo.
También para la psicología empírica, a fin de cuentas, el yo es una historia permanentemente reescrita, un relato de autoconstrucción. “No soy Emilio Renzi”, podría decir Piglia reformulando a Flaubert, “pero Ricardo Piglia tampoco soy yo”. “Usar el género y su verdad (el material vivido)”, había escrito ya en el 81 anticipando la paradoja, “para escribir una novela”.
No sorprende entonces que la “edición” de los cuadernos sea arbitrariamente literaria y que los tres tomos respondan a ese principio proteico y rizomático de composición.
Si el primero mezcla el diario de “los años de formación” hasta el primer libro publicado (1957-1967) con ensayos y relatos extemporáneos, y el segundo despliega concentradamente “los años felices” que van desde el 68 hasta la publicación decisiva de Nombre falso en el 75, el último sólo obedece a la cronología en la primera parte, Los años de la peste, la enloquece en el torbellino temporal de la segunda, Un día en la vida, y la desestima por fin en los Días sin fecha de la tercera, una sucesión de notas brillantes de los últimos años, que se cierra con dos páginas de frases cada vez más secas y dolidas en el apartado final, La caída.
Latigazo del pasado
Los años de la peste son, desde luego, los años de la dictadura, un latigazo que vuelve desde el pasado en las primeras páginas (“Ayer, el golpe”) y tiñe el resto del recuento con noches de insomnio, mudanzas repentinas, temporadas de exilio, grupos de estudio “en las catacumbas”, amigos desaparecidos, paranoia.
La serie política es la trama invisible que conecta las otras series –las lecturas, las amistades, los encuentros en los bares, las discusiones, las clases, los viajes o los artículos críticos– y, en la dirección contraria como querían los formalistas rusos, la literatura conecta las otras series en la novela que Renzi-Piglia escribe por entonces (la confusión entre autor y personaje se riza aquí hasta anudarse) y consigue como pocas condensar la negrura de la época.
Sabíamos que Respiración artificial había definido para siempre esa amalgama de crítica y ficción que Piglia convirtió en su sello inconfundible, pero en los diarios sabremos a qué precio: meses de encierro, exceso de anfetaminas, desesperación frente la novela que avanza a un ritmo “exasperantemente lento” y la idea recurrente de suicidio en los días en que la escritura se empantana, los trabajos a destajo se multiplican y “la peste” se vuelve más asfixiante.
Vence sin embargo el ímpetu de la ambición literaria de la que también el diario deja constancia. “Nunca he deseado otra cosa que ser un gran escritor y la gloria inmortal, pero ya se ve y se entiende a lo que han quedado reducidas las ilusiones”, escribe en el 79, pero el humor cambia dos meses más tarde (“Tengo mucha confianza en este libro”) y hasta se permite la ironía al año siguiente, con la novela a punto de publicarse y consagrarlo –“Esperanza de que el libro tenga ‘una gran repercusión’ (según las palabras que soñó mi madre)”–.
Lectura de escritor
Entretanto, Renzi-Piglia va de un departamento a otro, se encuentra con los amigos en el bar La Ópera, pasa unos meses dando clases en California, discute invariablemente con los compañeros de Punto de Vista, lee y relee clásicos, biografías, historia y sobre todo a Brecht, prepara clases, antologías y prólogos, ensaya una forma personal de la crítica –la lectura de escritor– y escribe algunos de los ensayos que en pocos años se convertirán en clásicos.
Hay perlas literarias perdidas en el correr de los días y también algunas sorpresas: un retrato extraordinario de Alberto Laiseca apretado en un párrafo (“No puede ganarse la vida, en eso también se parece a muchos de nosotros, pero en él es una imposibilidad casi majestuosa”), un insospechado rapto de coquetería (“engordo, a pesar mío”, “tendré que volver a cierto ascetismo para ver si es posible recuperar una figura más ‘romántica’”), la fecha precisa en que se gesta una de sus escenas más célebres (“...digamos que Hitler se encuentra con Kafka. Caminan juntos por las calles de Praga”), discretas infidencias para el lector enterado, y una noticia inverosímil considerando el destino del texto: en el 79 el editor Boris Spivakow le rechaza un prólogo (su primer y quizás único rechazo), uno de los más grandes textos de Piglia y de la crítica literaria argentina, que Punto de Vista publicará muy pronto bajo el título de Notas sobre Facundo.
El recuento cronológico se cierra sin embargo en 1982, por motivos que se explican en Los finales: Renzi dice haberse enfermado en los muchos meses dedicados a leer y reescribir los diarios, por lo que el médico personal recomienda un descanso (“el carácter destructivo de la lengua nacional”, argumenta, ya se había cobrado otras muchas víctimas); en el 82, dice también, terminaba una época en que una cultura había sido derrotada y lo que venía después era “previsible y mundano” (“ahora todos éramos figuritas de un escenario empobrecido”); más vale entonces salir del flujo de los días y los años y concentrarse como Joyce en un día de Stephen Dedalus, o como Faulkner en un día de Quentin Compson.
Tiempo desencajado
En Un día en la vida, en efecto, el tiempo se desencaja, el que escribe olvida los protocolos del diario y se abandona a la deriva del recuerdo. Los “fragmentos de su vida” se mezclan con la misma libertad con la que se entreveran los géneros y los archivos de textos ya escritos, un breve relato perfecto (La prima Érica), un apunte sobre los diálogos en Pulp Fiction, una clase sobre el olvido y la memoria en la literatura (con la yapa de una pequeña antología de citas), un salto fantástico a la hipotética lectura de los diarios que estamos leyendo en un futuro remoto, y hasta un final en el que Renzi se confunde con el Harvey Keitel de Un maldito policía.
Pero es quizás en los breves fragmentos de la última sección, Días sin fecha, donde la lucidez rapsódica de Piglia brilla con mayor intensidad, se cataliza en una observación sutil (“Detour de Edgar Ulmer como una versión psicótica de On the Road de Kerouac”), un destello sensible en el paisaje (las mujeres que salen a fumar en Nueva York: “Siento haber dejado de fumar al verlas”), un proyecto para el futuro (una historia de la pintura a partir de los títulos de los cuadros), una correlación inesperada (las pinturas vistas en La cueva de los sueños olvidados de Herzog como comprobación de las hipótesis de Aby Warburg), notas mínimas, aguafuertes, aforismos inspirados, un apunte más sobre los diarios.
Hacia el final, sin embargo, el ritmo se desacelera, los fragmentos se acortan y la sintaxis se desgarra:
"El papagayo en una jaula.
La silla de ruedas, el andar mecánico, el cuerpo metálico.
Una dolencia pasajera".
Cuesta creer que a partir de ahí todo se acaba. “El genio es la invalide”, se lee en el final, una última nota ambigua que ya ni Renzi ni Piglia nos podrán explicar.