Con lluvia, con nieve o con frío. Con todos los ingredientes que la Pachamama o la Providencia dispongan, Zoe Maité Muñoz (11) camina todas las mañanas por el recorrido de las abandonadas vías del ferrocarril en Punta de Vacas.
Lo hace de a ratos manteniendo el equilibrio sobre los gastados rieles mientras extiende los brazos hacia los costados ("también vale pisar la madera", aclara), y evitando así posar sus botitas rosadas en la tierra. Así sigue hasta completar los casi 1.500 metros que separan su casa de la escuela 1-390 Ejército del Libertador, donde cursa 6° grado.
Los lunes sale de su casa un rato antes de las 11, mientras que de martes a viernes madruga ya que a las 8.30 tiene que estar en el establecimiento ubicado en el kilómetro 1.203 de la Ruta 7, a la altura del control fijo de Gendarmería que inspecciona la ruta a Chile.
Los lunes a las 18 y de martes a viernes a las 15.30, la niña vuelve sobre sus pasos recorriendo parte de la ruta que transitó por última vez el ferrocarril en 1992. Como a la ida, lo hace casi siempre acompañada por Kevin (9), Juan (7) y Eduardito (5), tres de sus hermanos menores.
"Somos 11 en total", acota con una inocente sonrisa. Pero en la vieja casona ubicada al final de las vías, sólo viven ocho integrantes de su familia: los cuatro niños mencionados más Ángeles (3 años), Santino (9 meses) y los padres, Eduardo Muñoz (63) y Verónica Villegas (43).
Ese imponente paisaje –con montañas, el río Mendoza y árboles que conforman una postal soñada– es parte de su día a día. Como también hacerle frente al frío y al viento.
"A veces venimos caminando pegados para que no se sienta tanto el frío, y les presto mis abrigos", cuenta la niña durante la mañana del martes, y ya con la cabeza puesta en un viaje a Cataratas del Iguazú ("estoy muy ansiosa, nunca he viajado en avión ni he salido de Mendoza", se sincera sonriente).
Es que por estas horas, Zoe y sus compañeros de 6° y 7° participan de un viaje de estudios, junto a estudiantes de las escuelas María Luisa Duhagón (Puente del Inca) y Correo Salinas (Polvaredas).
"Me gustan mucho los cuentos de misterio, escribir y juntarme con mis amigas a jugar. También estoy en un equipo de fútbol y soy una de las capitanas. Todos los sábados jugamos y el otro día fuimos a Uspallata", resume la joven antes de exhibir su talento con la redonda, con su hermanita Ángeles como improvisada rival.
De los animales que tiene en su casa, sus favoritos son el caniche Nerón ("le cortamos el pelo hace poco y lo bañamos, pero no muy seguido porque hace frío", aclara) y los conejitos.
“Lo que menos me gusta de vivir acá es que estamos lejos de todo. Pero eso es bueno, porque podemos jugar donde sea, que es lo que más me gusta”, explica la niña mientras señala al cielo, las montañas y al río unidos en una sola postal.
"Cuando sea grande me gustaría ser gendarme o policía. Me gusta mucho ese trabajo, poder controlar que la gente no traiga drogas y cosas malas", sueña en voz alta Zoe cuando se le pregunta qué quiere ser de grande.
Pueblo fantasma
Punta de Vacas es un paraje montañés del departamento de Las Heras que "las ha pasado todas" en los últimos 30 años. Por empezar -como miles de pueblos ferroviarios-, su brillo comenzó a apagarse en 1992, cuando llegó el último tren al lugar.
A eso se le sumó el traslado de la Aduana para camiones -a Uspallata- y, en menor medida, la muerte del líder social y espiritual Mario Rodríguez Cobos (mundialmente conocido como Silo), quien tenía su parque de reflexión en el lugar, que recibía a miles de visitantes cada año.
Actualmente viven menos de 20 familias en el lugar, de las cuales 15 son de gendarmes cuya estadía suele ser breve. "El que más se ha quedado lleva 15 años. También están aquellos que antes de cumplir dos años se mudan", resume Eduardo Muñoz, padre de Zoe y quien lleva más de 43 años en Punta de Vacas.
Este ex trabajador ferroviario mantiene a la familia con su jubilación. Hasta abril vivía también de la cría vacuna. Pero a Eduardo le robaron 55 de esos animales. "Las dejé pastando a campo abierto y cuando fui a buscarlas, no estaban. Hice la denuncia y con la policía volamos por la zona en helicóptero. Así vi que estaban en campo chileno, las habían cruzado para allá. Estoy esperando que me indemnicen", relata Muñoz, puestero y baqueano.
Los Muñoz son una de las cuatro familias que quedan nacidas y criadas en Punta de Vacas, y viven en una gran casa de piedra ubicada en el sector más alejado de la ruta.
Esta construcción alguna vez fue parte de los talleres del ferrocarril, y en el patio tienen las conejeras, gallineros y una pendiente que da al río Mendoza. "Llegué con 20 años y me dieron esta casa para vivir. Tenía a cargo el mantenimiento de la vía", rememora el hombre.
El fin del ferrocarril marcó también el fin del pueblo como ellos lo conocían. "Antes había más vida, más gente, más gendarmes y más luces. Ahora no hay ni para hacer changas. Está todo cada vez más abandonado. Si no estuviera Gendarmería, no habría nada", agrega Eduardo, sin ocultar la tristeza por lo que ya no es.
Para cualquier compra grande, los lugareños tienen que trasladarse hasta Uspallata (casi 60 km) y, de hecho, entre 2012 y julio del año pasado la escuela estuvo cerrada, por lo que los chicos tenían que ir a clases a Puente del Inca o a Polvaredas.
La vida en Punta de Vacas no es fácil, aunque los Muñoz se han acostumbrado. Por ejemplo, en invierno las nevadas y las bajas temperaturas son constantes. "El invierno ya no es tan crudo, pero es difícil para los chicos que van caminando a la escuela. Es jodido vivir acá", insiste don Muñoz.
A la amplia casa cuesta calefaccionarla. Por eso en la zona de dormitorios (que ocupa casi la totalidad del espacio) cuentan con una salamandra, una estufa a leña (donde cocinan también) y un viejo calefactor eléctrico.
Mientras aguardan una pronta resolución sobre el robo de sus vacas, viven de la pensión de Eduardo y de las pocas changas que van saliendo: hace ya un tiempo, Muñoz llevó a un equipo de geólogos que estuvo dos semanas en la cordillera haciendo trabajos.
A la vera de la Ruta 7, la música ambiente en Punta de Vacas son los motores y bocinas de los vehículos. Sin embargo, un kilómetro y medio más adentro del pueblo -donde viven los Muñoz-, estos ruidos se pierden y la banda sonora son las ráfagas del viento y el caudal del río.
"El futuro acá está complicado. Uno quiere lo mejor para sus hijos; que estudien y que no tengan que sufrir tanto como sufrí yo", cierra Eduardo, reflexivo, mientras mira jugar a sus hijas.
El rol clave de la escuela
En 2012 la escuela 1-390 Ejército del Libertador tenía un solo estudiante, Sebastián (11), hoy compañero de Zoe.
En ese momento, por la falta de alumnos, el establecimiento cerró y varios chicos tuvieron que viajar a diario hasta Puente del Inca o Polvaredas. En julio de 2017 la escuela reabrió sus puertas y hoy tiene 19 alumnos de primaria (de entre 4 y 12 años).
Los lunes el cursado es de 11 a 18 (con jornada extendida), mientras que de martes a viernes asisten de 8.30 a 15.30. Cada mañana los chicos reciben una merienda, que varía entre chocolate caliente con tortitas, pan, galletitas con queso o turrones. De lunes a viernes almuerzan en la escuela.
"En jornada extendida los chicos tienen Gimnasia, Música, Inglés y Artes Visuales. Y también estamos con el programa Mendoza Educa, con el que vamos a trabajar en Huertas, Programación en 3D y Apoyo en las TIC con informática. A estas materias se suman Matemática, Lengua, Ciencias Naturales y Ciencias Sociales", destaca la directora y maestra de la escuela, Miriam Bayaregua.
Ella y Daiana Cabrera son las dos seños que dan clases y pernoctan en el lugar, que cuenta con dos habitaciones, una cocina y un baño.