A las siete de la tarde de uno de sus martes de Nüremberg, Michael muestra dos aburrimientos en las mejillas y ciento diez camisetas a la altura de los hombros.
Los aburrimientos se le irán dentro de poco porque está cerrando su puesto de venta de productos oficiales del Mundial en la estación de trenes de la ciudad. Las camisetas se quedarán con él por un tiempo incierto. Al menos las de Argentina con las que espera facturar algún día. Algún día que no es éste: no vendió ninguna.
A metros pasa Alexander, estudiante, jovencito. “Mucha gente piensa que Argentina llegará lejos”, dice mientras marcha rumbo a un tren. Michael, el del puesto, no lo escucha: está vendiendo una camiseta de Japón.