En los años 80, los países de América Latina se colgaron de la ola democrática mundial. En los 90, de la ola globalizadora capitalista. Pero la edad de oro continental llegó con el siglo XXI cuando el aumento internacional del valor de nuestras materias primas, por el acceso al consumo de las grandes masas asiáticas, nos brindó la primera posibilidad en serio de un desarrollo propio que atacara los problemas estructurales y creara una clase media mayoritaria.
Sin embargo, más que un proyecto económico social de inserción mundial, lo que se impuso en casi todos lados fue un nacionalismo ideologizado antiglobalizador que aprovechó las rentas extraordinarias para favorecer el consumo popular y el subsidio estatal, modelo que en lo ideológico se inspiró en Cuba y, en lo económico, en los Emiratos Árabes.
En la Argentina se tradujo en un mercadointernismo tipo primer peronismo conducido por una élite que tiraba manteca al techo como la vieja oligarquía, dilapidando los recursos excepcionales que podían acabar con la decadencia.
A partir de que a mediados de la segunda década del siglo XXI ya nada quedó de esas materias primas excepcionalmente ultravalorizadas (increíblemente, los populismos pensaron que ese auge duraría para siempre y actuaron en consecuencia) cada país encaró su propio devenir sin mucho en común uno con el otro.
Como si esta vez ninguna ola fijara un patrón común de desarrollo.
No obstante, otro tipo de ola nos está empezando a inundar, algo que ocurre, a su modo, en casi todo el mundo: la ola de las protestas.
Una ola que no reconoce ideologías sino que barre todos los lugares por los que pasa, en particular donde los pies de barro no pueden sostener lo que se construyó por encima de ellos.
En Brasil y Perú la corrupción hace estragos. En Bolivia, a pesar de la eficiencia económica, se marcha hacia el autoritarismo político. En Ecuador hay demandas sectoriales irresueltas de todo tipo. Venezuela y Nicaragua son fracasos absolutos en todo sentido, que rozan la dictadura... Para todos los gustos ideológicos.
Sin embargo, lo que por estos días resulta más interesante y espectacular es la forma en que la ola entró en Chile, a pesar de los evidentes logros económicos que se creía hacían de nuestro vecino un oasis en medio de los pies de barro de sus vecinos. Pero ocurre que también Chile tiene en parte los pies de barro y también se derriten con el oleaje a pesar de que sus reformas económicas produjeron enormes logros en los últimos 30 años, siguiendo el clásico patrón capitalista liberal, con sus ventajas y desventajas.
El cuestionamiento masivo y popular en Chile no parece ser contra el modelo económico, sino con lo que éste aún no tocó, ya que están saltando en pedazos los restos de un pasado cultural que sigue vigente, donde el elitismo político de la clase alta chilena ha contagiado incluso a sus gobernantes más progresistas.
Es como que el modelo cultural chileno, aún con sus amplias virtudes institucionales, ya no alcance para proveer a las nuevas demandas sociales de una clase media que nunca había tenido Chile y que ahora sale a las calles en busca de menos desigualdad económica y más equidad social, teniendo enfrente una clase política que no entiende muy bien la sociedad que se ha ido construyendo a sus pies.
En la década de los 60 la sociología de aquel entonces acuñó una expresión para sintetizar las explosiones que desde el Mayo Francés hasta el Cordobazo argentino mostraban a una juventud rebelada contra sus mayores y las estructuras políticas que estos sostenían. Se la llamó “la revolución de las expectativas crecientes”. Vale decir, una sociedad en crecimiento pero que no podía desarrollarse más porque las estructuras políticas frenaban ese crecimiento que ellas mismas habían iniciado o al menos permitido.
No era una revolución de los carenciados sino de los que querían progresar más y que sentían que los políticos se lo impedían. En Argentina la emprendieron contra una dictadura, pero en Francia, contra De Gaulle. Eran reclamos politizados que tenían fe en la política para cambiar las cosas. Los de hoy en cambio no son politizados ni tienen fe en la política, pero en Chile expresan una reacción contra las estructuras anquilosadas.
Las élites mucho no entienden aún qué está pasando.
En la Revolución Francesa de 1789, que también expresó el deseo de un cambio político que acompañara en vez de limitar al crecimiento económico existente, cuando la reina María Antonieta escuchó a las multitudes que pedían pan, con sorna dijo que “si no tienen pan que coman pasteles”. Ceguera que a la postre le costaría la cabeza.
En los años 40, en la Argentina, cuando grandes masas populares hasta entonces ignoradas por la élite dirigente pedían la ampliación de la democracia para participar en ella, también, un diputado radical, Ernesto Sanmartino, los llamó “aluvión zoológico”.
Ahora es la esposa del presidente Piñera quien, al ver las multitudes expresarse en las calles, califica a las mismas como una “invasión extranjera, alienígena” cuando, en realidad, son las clases medias emergentes que han encontrado un límite a su progreso.
Es que Chile tuvo dos grandes ventajas que ahora muestran sus desventajas.
La primera, al crecer más, aumentó la desigualdad como pasa siempre en los orígenes de cualquier capitalismo donde es tal el empuje del crecimiento que se minimiza la distribución y entonces, aunque todos crecen, los de arriba crecen mucho más que los de abajo. Por esto, el crecimiento librado a sí mismo es profundamente desigual, generando incluso más desigualdad que la que se tenía cuando no se crecía.
La segunda es que las clases medias que vienen de la pobreza, se dejan de comparar con el lugar de donde venían para fijar sus miras en los que crecen más que ellas. Antes se miraban a sí mismas en el pasado y estaban satisfechas con el resultado. Ahora se comparan con los de arriba y ya no están tan satisfechas.
Hoy Chile tiene más amplia movilidad social, menos pobreza y menos inflación que sus vecinos (en particular que la Argentina) pero una desigualdad mayor por haber logrado un capitalismo exitoso aunque incompleto que supuso que con el solo crecimiento se podía conformar a todos, obviando los problemas de una redistribución razonable.
No obstante, Chile posee ahora todo lo que Argentina tuvo y hoy ha perdido pero le falta aún el espíritu igualitario que Argentina tuvo siempre y que aún sobrevive malamente. Y también consolidar la democracia de clase media que los argentinos llevamos forjando hace 100 años.
La democracia en Chile solucionó los problemas que Argentina empeoró con su democracia. Ha creado así, vía una movilidad social altamente positiva, una amplia clase media, pero aún no es una sociedad de clase media en un sentido integral.
Las luchas que hoy se están dando en las calles, salvando el vandalismo de las minorías, expresa a esas expectativas crecientes.
No son frutos de la decadencia o del fracaso sino del crecimiento.