"Muchas veces, después del balotaje, pensé en eso que finalmente no se dio: yo, frente a la Asamblea Legislativa, entregándole los atributos presidenciales a... ¡Mauricio Macri! Lo pensaba y se me estrujaba el corazón. Es más, ya había imaginado cómo hacerlo: me sacaba la banda y, junto al bastón, los depositaba suavemente sobre el estrado de la presidencia de la Asamblea, lo saludaba y me retiraba. Todo Cambiemos quería esa foto mía entregándole el mando a Macri porque no era cualquier otro presidente. Era Cristina, era la 'yegua', la soberbia, la autoritaria, la populista en un acto de rendición". Cristina Fernandez de Kirchner, "Sinceramente".
En este párrafo del best seller de Cristina se encuentra la filosofía, la columna vertebral, el fundamento último de todo su pensamiento. Es una frase sobre la cual se podría escribir otro libro entero.
Primero, la cuestión de forma: asegura que ella no era cualquier otro presidente. En realidad, ni siquiera se creyó nunca presidente/a. La primera banda presidencial se la entregó su marido, la segunda su hija y la que debía entregar ella, se rehusó a entregarla porque no sólo Macri, sino nadie se merece tamaño honor. Cristina se cree reina, alguien de sangre diferente. Y en ese párrafo lo afirma ella misma.
Lo segundo, la cuestión de fondo: para ella traspasar el mando es un acto de rendición, porque se lo estaba entregando no sólo a un plebeyo, sino a un plebeyo enemigo, pues en su concepción de la democracia, el enemigo (aquel al que más que derrotar electoralmente se lo debe anular porque representa al mal, igual que la dictadura) es lo que importa, no el adversario.
Eso está basado en el gran teórico del kirchnerismo y del chavismo, Ernesto Laclau. Y en una reivindicación aggiornada de la izquierda argentina de los años 70. En proponerse como sus continuadores pero sin la defensa de la violencia política porque hoy “las condiciones no están dadas”.
En los 70 el mundo estaba en plena guerra fría, dividido en dos sistemas que buscaban destruirse mutuamente porque se consideraban enemigos. Por esa la violencia era un recurso político más y en la Argentina de aquel entonces, imponer el socialismo significaba acabar con el capitalismo mediante la revolución, que era inevitablemente violenta. Por eso, tanto los que defendían la civilización occidental y cristiana como los que lo hacían por la patria socialista, buscaron matarse entre sí. Tan así fue que literalmente los líderes de uno y otro bando habían establecido, antes de imponerse uno sobre el otro, cuántos “enemigos” aproximadamente debían matar para ganar. Uno de los bandos lo cumplió acabadamente, el otro no lo pudo hacer, pero ambos querían hacerlo.
Hoy, en plena democracia, eso es imposible, pero la idea de revolución se mantiene, vale decir, cambiar radicalmente de sistema político. Por eso se reivindican los ideales de la generación setentista, aunque sin su violencia y aunque no exista ejemplo de revolución socialista sin violencia. Para superar esa contradicción, Laclau ha encontrado una fórmula: tratar de hacer convivir transitoriamente a los enemigos dentro de un mismo sistema a ver si es posible cambiar ese sistema desde adentro sin tiros. Pero para ello se necesita una democracia que en vez de ser republicana sea populista, o sea una democracia que no respete necesariamente las formalidades republicanas como la división de poderes o la libertad de prensa. Así lo dice Laclau: "La democracia radical y plural es planteada como lógica política, la cual por sí misma no implica un proyecto específico sino un campo de acción para la posibilidad de un proyecto revolucionario".
Traduzcamos a lenguaje común la enrevesada frase: una democracia populista (K o chavista) no vale por sí misma, sino en tanto campo de batalla entre enemigos, que nos permita hacer la revolución, que querían los “pibes para la liberación” de los años 70.
Pero los de aquel entonces se enfrentaron con un enemigo (con el cual se querían enfrentar e hicieron lo imposible para enfrentarlo) que era desde el punto militar mil veces más poderoso. Por ende, devino esa década la más violenta del siglo XX. Hoy felizmente, aunque se reivindique a uno de los bandos de los años 70, el que no haya violencia hace sustancialmente distinta una cosa de la otra. Es un millón de veces menos peligroso lo de ahora que lo de antes, y entonces, aunque se esfuercen en compararse, tienen muy poco en común. Eso es lo bueno.
Lo malo es que proponer una democracia de enemigos, o considerar que la democracia en vez de ser un sistema en sí misma apenas es un medio, un terreno transitorio para crear otro sistema, en Venezuela no condujo a la revolución, sino a transformar un gobierno elegido por el pueblo en una pandilla dictatorial que ya asumió la violencia contra su pueblo. Logró pudrir la democracia desde adentro.
Casi nada indica que el kirchnerismo, a pesar de su extremismo ideológico oral, vaya por ese camino según lo hecho efectivamente mientras estuvo en el gobierno, porque aunque le quitó bastante calidad a la democracia republicana no tuvo la violencia ni el extremismo del chavismo. Pero tanto el libro de Cristina como decires de algunos de sus adlátares parecen enfatizar en que efectivamente quieren marchar hacia algo parecido, o al menos reivindicar el parecido. Aún a pesar de que, como dijimos, en Venezuela en vez de la revolución propuesta sólo se gestó una dictadura más, aunque con mejor prensa porque el progresismo mundial populista (no socialdemócrata) la reivindica suya.
Que Cristina diga que el traspaso de poder a otro partido es una rendición al enemigo, se complementa con la opinión del escritor Mempo Giardinelli quien sostiene, que el Poder Judicial debe ser eliminado como Poder y que para ello hay que poner a todos los jueces actuales en comisión (o sea, poder echarlos sin juicio político). Lo que ya se hizo en Venezuela, salvo que allá Chávez lo hizo por una cuestión ideológica, para crear otro sistema sin división de poderes ni libertad de prensa, al que llamó el socialismo del siglo XXI. Mientras que aca se quiere hacer para liberar a los delincuentes que usaron la política para enriquecerse, considerándolos presos políticos. Claro que es peor lo de Venezuela porque allí se está matando y hambreando gente, pero la razón argentina es más bastarda y vulgar.
Y para comprobarlo basta escuchar a Guillermo Moreno, el del Indec trucho, que cuando defiende al buen ladrón -vale decir al chorro ideológicamente afín- lo que quiere es subir a las carabelas de la revolución a presidiarios similares a los que eligió Colón. Sólo que el genovés en su intento de llegar a las Indias se encontró con América e hizo historia, mientras que acá solamente se quiere liberar a los que se robaron la Nación entera. Y aunque hablen parecido, no parece ser esa la liberación que se propusieron sus antecesores setentistas.