Lo primero que tiene que aprender el timbero es a perder, porque si no aprende a perder le va a dar un infarto, advierte con el tono de quien supone conocer ciertos secretos de la vida y ha decidido regalar al mundo un valioso consejo.
Se llama Rolando y está en una de las mesas del bar La Tachuela Peronista donde bebe en sorbitos un fernét con soda. Lleva allí 20 minutos de una pausa en su larga noche de Cacho, un juego de dados que cada fin de semana convoca, clandestinamente, a un grupo variado de parroquianos que juegan fuerte, siempre por plata. La cita es en una pieza claustrofóbica y sin ventanas que el bar tiene, mal disimulada por una cortina de tela sostenida con tres clavos, detrás del mostrador.
Conocí a Rolando hace tiempo, mientras cubría para el diario el reclamo de unos municipales que él encabezaba. Después lo crucé varias veces y aunque no tenemos una amistad, sí el trato que permite una charla. Sé que le gusta el juego y que no puede evitar enredarse en las telarañas de dados y naipes. La timba lo sigue como un perro encariñado y él lo tiene asumido, convive con eso, está acostumbrado.
La cortina liviana que oculta el garito donde se juega al Cacho se mueve con cada salida de la gente, que va al salón por una pausa y un vino o por un poco de aire fresco. Todo el que pasa junto a la mesa saluda a Rolando y él contesta siempre igual, con un cabeceo.
Dice que no tiene vicios: Yo no tengo vicios, fumo poco, tomo poco y al casino voy poco, una o dos veces a la semana, enumera con un particular criterio sobre lo escaso. Sin preguntarle me aconseja que elija un bar. Si va a salir de timba evite los casinos porque siempre llevan ventaja; yo prefiero venir acá, al bar y verle la cara a los muchachos. Es más familiar y casi que no hay peleas, resume.
Ahí es cuando me cuenta lo de las máquinas del casino: Conocen a la gente, lo miran a uno y saben si anda contento o si viene triste y de acuerdo con eso, le dejan ganar un poco de dinero. Supongamos que le va bien y que ha ganado 10.000 pesos, por decir un algo, ahí tiene que irse porque cuando se hace una plata importante, las máquinas lo empiezan a mirar fijo y a seguirlo por todo el salón.
Rolando hace una pausa y bebe su fernet sodeado mientras relojea el tramo oscuro de vereda de pueblo que ofrece la ventana; afuera es madrugada y solo alumbra la luz que viene de enfrente, donde está el destacamento policial.
Vamos a suponer ahora que lleva ganado solo unos 300 pesos; ahí puede andar tranquilo por el salón porque por esa plata las máquinas no le van a prestar ninguna atención. El problema es cuando se gana mucho, hay que aprender a irse porque si se sienta otra vez, el casino le va a quitar la plata. Es una fija.
¡Y usted aprendió a irse?, pregunto.
Nunca, dice y niega con la cabeza.
En eso entra un policía que viene del destacamento, saluda a la pasada y va hasta el mostrador donde pide un atado de puchos. Así, sin dar precisiones lo pide: Un atado de puchos, don Quiroga, dice y Quiroga busca en la cigarrera y le pasa de esos que el milico fuma. ¿Todo bien?, pregunta el policía y sin esperar respuesta pega la vuelta y sale del bar rumbo al destacamento. Quiroga responde que sí, que todo bien pero el otro ya no escucha; después anota el fiado de los puchos en una libreta y sin mayor novedad deja el mostrador, cruza la cortina floreada y se pierde en la pieza de la timba.