El logro más significativo y amenazante del presidente Donald Trump en su primer año de gobierno es la corrupción de la república. No me refiero a que ha logrado destruir los pesos y contrapesos sobre los cuales descansa la libertad estadounidense; me refiero a que ha mancillado tanto el discurso, que ha surgido una especie de insensibilidad, un agotamiento de la indignación que le permite proceder con lo impensable.
El mayor peligro que traía consigo un hombre tan certero en su detección de la debilidad humana, tan a tono con el entusiasmo que provoca la crueldad, tan consciente de los poderes manipuladores del entretenimiento, tan implacable con su indiferencia ante la verdad, con tanto desprecio por la ética y la cultura, tan atraído por la sangre y la suciedad, siempre fue que usaría los poderes inmensos de su cargo para arrastrar a los estadounidenses junto con él a la vorágine.
Trump está teniendo éxito en esto. Se está saliendo con la suya, a pesar de todo el vigor investigador de la prensa de la que se mofa y de todo el honor del Poder Judicial que ha hecho retroceder sus intentos de manchar con su intolerancia todas las leyes vigentes en Estados Unidos. Lento, pero seguro, el presidente está haciendo que la gente se vuelva indiferente.
Lo abominable se vuelve perdonable, lo inhumano se vuelve debatible, lo indignante se vuelve cómico, las mentiras se vuelven insignificantes, el rencor se vuelve banal y los himnos al poderío estadounidense se vuelven motivo de cantos frívolos sobre la grandeza nacional.
Esto está ocurriendo frente a nuestros ojos. Mi nieto, Raphael, nació el 1° de febrero, en Gallup, Nuevo México. Tiene apenas unas horas de nacido mientras escribo esto, es mi quinto nieto; ninguno de ellos tiene más de cuatro años. Me preocupa el país que van a encontrar.
Hoy, la concepción de Estados Unidos, vacía si se le despoja de cimientos éticos, está bajo asalto por un hombre que envidia los tribunales dóciles, los medios aduladores y la licencia para matar de los dictadores del mundo. ¿Ética? Por favor…
Trump anhela presionar ese botón. El problema de la adrenalina es que siempre hay que aumentar la dosis. "Estás despedido" funcionó durante un tiempo. No obstante, los misiles nucleares están a un nivel totalmente distinto. Trump quiere ver al dirigente de Corea del Norte, Kim Jong-un, retorcerse cual mariposa atravesada por un alfiler. El secretario de Defensa, James Mattis, que sabe lo que es la guerra y hacia dónde lleva, es la mejor defensa de la nación contra la insensatez.
Trump pronunció un discurso sobre el estado de la Unión de pobre a mediocre. Su esencia, restando algunas partes insignificantes del tipo de "todos los estadounidenses somos un equipo", fue la búsqueda de un "poder incomparable" en contra del mundo malagradecido u hostil de los "acuerdos comerciales injustos" y los futuros inmigrantes destinados a formar parte de pandillas asesinas.
El discurso catalogó como "enemigos de Estados Unidos" a los 128 países -no "decenas", como Trump dijo- que votaron en contra de su reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel. Insinuó una purga macartista de cualquier empleado federal que se considere que le ha fallado al pueblo estadounidense. Reveló el éxtasis presidencial por la reactivación de las instalaciones de detención de Bahía de Guantánamo, donde murió el juicio justo.
Muchos analistas quedaron extasiados. Bastó con que Trump no se distrajera. Para Savannah Guthrie, de NBC: "Fue optimista, brillante, conciliador". Frank Luntz, un respetado encuestador republicano, pensó que sólo había una palabra para describirlo: "sorprendente". Tuiteó que el discurso había sido "una mezcla brillante de cifras e historias, humildad y agresividad, conservadurismo tradicional y populismo político". Jake Tapper de CNN distinguió una "bella prosa". Hasta The Washington Post vio "Un llamado al bipartidismo" (el encabezado de su primera plana) escondido en algún lado. Tres de cada cuatro espectadores estadounidenses aprobaron el discurso, según una encuesta de CBS News.
Trump ha reducido nuestras expectativas; ha acostumbrado a la gente al trasfondo de violencia y maldad que se oculta en casi cada frase; o peor, ha comenzado a hacer que lo disfruten. Ha habituado a los estadounidenses a la bufonería y las mentiras. Se llama a sí mismo "genio".
Si lo es, su genio reside en los más oscuros confines de la psique humana.
"¿Dónde está mi Roy Cohn?", se dice que Trump exclamó en meses recientes, frustrado por lo que ve como el fracaso por parte de su fiscal general de protegerlo de la investigación de la interferencia rusa en la elección de 2016. Cohn, el despiadado exabogado de Trump, fue el principal asesor del senador Joseph McCarthy durante las investigaciones histéricas sobre las actividades comunistas en los años cincuenta. Dicho de otro modo, ¿dónde está mi perro de ataque listo para hacer pedazos al fiscal especial Robert Mueller y al Estado de derecho?
Trump no tiene tropas de asalto. Estados Unidos no es Weimar. Sus instituciones democráticas permanecen fuertes. A pesar de ello, la república se ha corrompido de formas que podrían ser difíciles de revertirse, en especial si la presidencia de Trump dura dos periodos.
No, Trump no es Hitler. Sin embargo, leer algunos de los encabezados de 1933, cuando el líder nazi se convirtió en canciller, nos hace ver la realidad. Justo después de la elección, The New York Times escribió: "Hitler abandona la intención de ser dictador". En The Daily Boston Globe, el mismo día, apareció: "Hitler pronuncia un programa moderado". The Times: "La 'aventura' alemana vista en Gran Bretaña". Este artículo expresaba duda respecto de si "la historia dirá si el nuevo canciller es un charlatán o un héroe".
Y nuestro propio charlatán hizo un discurso muy conciliador esta semana, ¿o no?