Trump no es ningún accidente

El economista y Premio Nobel en su especialidad sostiene que a pesar de que hoy los republicanos estén asustados por las locuras del multimillonario, el ascenso de Donald Trump es la lógica consecuencia de la política partidaria de los conservadores.

Trump no es ningún accidente

Por Paul Krugman - Servicio de noticias The New York Times © 2016

A los republicanos de la élite que están horrorizados con el ascenso de Donald Trump les podría convenir tomarse un minuto para recordar el problema técnico del que se oye hablar por todo el mundo: el punto central que Marco Rubio no pudo dejar de repetir en un debate crucial, lo que lo expuso a un ridículo devastador y lanzó su campaña a una espiral mortal.

Era así: "Derribemos el mito de que Barack Obama no sabe lo que está haciendo. Sabe exactamente lo que está haciendo". La implicación clara, aunque gramaticalmente incorrecta, era que todas las cosas malas que los republicanos dicen que han sucedido con el presidente Barack Obama -en particular, la supuesta reducción en la estatura de Estados Unidos en el mundo- son el resultado de un esfuerzo deliberado por debilitar al país.

En otras palabras, el favorito de la élite para la candidatura del Partido Republicano, el hombre al que alguna vez la revista Time puso en su portada con el titular: "El salvador republicano", estaba canalizando el estilo paranoide en la política estadounidense. Estaba sugiriendo, aunque con evasivas, que un presidente en funciones es un traidor.

Y, ahora, la élite está estupefacta al ver a un precandidato que, básicamente, juega el mismo juego, pero sin evasivas, el abrumador puntero para la candidatura presidencial republicana. ¿Por qué?

La verdad es que el camino al trumpismo empezó hace mucho tiempo, cuando los conservadores del movimiento -guerreros ideológicos de la derecha- se hicieron con el Partido Republicano. Y, realmente, fue una toma del poder completa. Nadie que busque hacer carrera dentro del Partido se atreve a cuestionar ningún aspecto de la ideología dominante por temor a enfrentar no solo desafíos primordiales, sino la excomunión.

Es posible ver el poder persistente de la ortodoxia en una forma en la que, para conseguir la candidatura republicana, los contendientes sobrevivientes, incluido Trump, han propuesto sumisamente enormes recortes fiscales para los ricos, aun cuando una gran mayoría de los electores, incluidos muchos republicanos, más bien quieren ver que se les aumenten los impuestos.

¿Cómo puede un partido que es esclavo de una ideología básicamente impopular -o, en todo caso, una ideología que les disgustaría a los votantes si supieran más sobre ella- ganar elecciones? Ayuda la ofuscación. Sin embargo, la demagogia y los llamados al tribalismo ayudan más. Los mensajes racistas para los entendidos y las sugerencias de que los demócratas son antiestadounidenses, si no es que traidores activos, no son cosas que pasen de vez en cuando, son parte integral de la estrategia política republicana.

Durante los años de Obama, los dirigentes republicanos le subieron el volumen a esa estrategia hasta el máximo (aunque también estuvo bastante mal en los de Clinton). En lo general, los republicanos de la élite evitaban decir con tantas palabras que el presidente era un keniano, islámico, socialista ateo, amigo de los terroristas -aunque, como muestra la cita de Rubio, se acercaron bastante-, pero, tácitamente, alentaron a los que sí lo hicieron, y aceptaron su apoyo. Y, ahora, están pagando el precio.

Ya que el supuesto subyacente, que está detrás de la estrategia de la élite, era que se podría engañar a los electores una y otra vez: persuadirlos para que voten por los republicanos debido a la indignación en contra de Esas Personas, luego ignorarlos después de las elecciones mientras el Partido sigue sus prioridades verdaderas, ser amigable con la plutocracia. Ahora llega Trump y convierte los mensajes cifrados dirigidos a los entendidos en unos muy claros que todos entienden, y le dice a la base que puede tener la carnada sin cambiar. Y a la élite la está destruyendo el monstruo que creó.

Las cosas son muy diferentes del otro lado del pasillo.

A veces, todavía veo a personas que sugieren una equivalencia entre Trump y Bernie Sanders. Sin embargo, si bien ambos hombres están desafiando a una élite partidista, ellas no son iguales.

El Partido Demócrata es, como lo expresan algunos politólogos, una "coalición de grupos sociales", que van desde Planned Parenthood hasta sindicatos magisteriales, en lugar de un monolito ideológico; no hay nada comparable al conjunto de instituciones que hace cumplir la pureza en el otro lado.

En efecto, a lo que el movimiento de Sanders, con sus demandas de pureza, su desdén por el compromiso y sus medidas a medias, más se parece no es a la insurgencia de Trump, sino a los ideólogos que se apoderaron del Partido Republicano, convirtiéndose en aquello a lo que está cuestionando Trump. Y sí, estamos empezando a ver en ese movimiento indicios de la fealdad que de tiempo atrás ha ido un procedimiento operativo estándar de la derecha: amargos ataques personales contra cualquiera que cuestione las premisas de la campaña, una cantidad de demagogia en aumento en la propia campaña. Solo hay que comparar los tuits de Sanders con los de Clinton para entender lo que quiero decir.

Sin embargo, de vuelta con los republicanos: derribemos el mito de que el fenómeno Trump representa cierto tipo de intromisión impredecible en el curso normal de la política republicana. Por el contrario, el Partido Republicano ha pasado décadas alentando y explotando la misma rabia que ahora está llevando a Trump a conseguir la candidatura. Esa rabia estaba destinada a salirse del control de la élite tarde o temprano.

Donald Trump no es ningún accidente. Su partido se lo había buscado.

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