Donald Trump sugirió la semana pasada que sus seguidores políticos podrían recurrir a la violencia si no obtienen lo que quieren. Enojado porque algunos republicanos no querían investigar a personas de la izquierda política como el presidente ordenó, éste amenazó así: "Saben, la izquierda juega más rudo. Es muy curioso. En realidad, me parece que la gente de la derecha es más dura, pero no juegan más rudo. ¿Me entienden? Les puedo decir que tengo el apoyo de la policía, el apoyo del Ejército, el apoyo de Bikers for Trump. Tengo en mi bando a gente ruda, pero no ejercen su fuerza hasta que llegan a su límite, y entonces las cosas se ponen muy mal, muy mal".
Esta no fue la primera vez que Trump ha musitado algo sobre la violencia, por supuesto. Ha hablado sobre “gente de la Segunda Enmienda” que evita el nombramiento de jueces liberales; ha alentado a la policía a estrellar la cabeza de los presuntos culpables contra los toldos de los automóviles; ha sugerido a sus seguidores que “hagan pomada” a los que interrumpan con preguntas. En un mitin después de la elección de 2018, dirigió la misma cantaleta al Ejército.
Estoy muy consciente de los varios intentos para disculpar su comportamiento con el argumento de que no tiene nada de malo porque así es como habla él. No hay que interpretarlo al pie de la letra. Otros republicanos lo mantienen a raya. Sus discursos y tuits en realidad no importan. Pero sí lo hacen. El continuo estímulo a la violencia —y el nacionalismo blanco— del presidente es parte de la razón por la cual la violencia del nacionalismo blanco está en aumento. Es curioso cómo funciona.
Después de la última amenaza de Trump, busqué a varios expertos en democracia y autoritarismo para pedirle su opinión. Sus respuestas coincidieron: no, Estados Unidos no parece estar en riesgo de una violencia política generalizada en el futuro próximo, pero las palabras de Trump siguen corroyendo la democracia y la seguridad pública.
Su última incitación encajó con un patrón histórico, con “ecos aterradores”, como me dijo Daniel Ziblatt, quien coescribió el libro de reciente publicación “How Democracies Die”. Trump combinó mentiras sobre sus opositores políticos —los demócratas que necesitan ser investigados (por escándalos inventados)— con alusiones a una respuesta patriótica y violenta de ciudadanos comunes y corrientes. Los autócratas latinoamericanos, incluyendo a Hugo Chávez en Venezuela, han usado esta combinación. Igual que los fascistas europeos en los años 30.
Estados Unidos, gracias a Dios, no tiene milicias de ciudadanos armados que lleven a cabo ataques con regularidad, como los que tuvieron otros países. No obstante, nuestra situación sigue siendo preocupante. "Los discursos violentos pueden, como mínimo, alentar a lobos solitarios a la violencia", dijo Steven Levitsky, coautor con Ziblatt y politólogo de Harvard. "Pueden normalizar poco a poco la violencia política, convertir el discurso y las ideas que alguna vez fueron indecibles e incluso impensables en cosas que se pueden decir y pensar".
Estos riesgos no son solo hipotéticos. En la encuesta de politólogos elaborada por Bright Light Watch a fines del año pasado, solo un 49% dijo que Estados Unidos no toleraba la violencia política, un marcado declive de los niveles anteriores. Las estadísticas sobre los crímenes de odio son poco confiables, pero la evidencia sugiere de manera firme que están aumentando. Los datos del FBI muestran un incremento. La Liga Antidifamanción informa que hubo un alza de 73% en los "asesinatos relacionados con extremistas" en los últimos cuatro años.
No todos los ataques provienen de gente que se identifica con la derecha política, claro está: el intento de asesinato masivo de 2017 de legisladores republicanos en un campo de béisbol es un ejemplo aterrador. No obstante, la mayoría de los ataques motivados políticamente sí provienen de la derecha. El año pasado, 39 de los 50 homicidios cometidos por extremistas que detectó la Liga Antidifamación fueron cometidos por supremacistas blancos, y otros 8 por asesinos que apoyaban opiniones en contra del gobierno.
Establecer una conexión directa entre los que proveen la retórica del odio y cualquier delito de odio específico, por lo general, es imposible. Además, es casi siempre un error tratar de hacerlo. El motivo de estos delitos —ya se trate de Nueva Zelanda la semana pasada o Pittsburgh el año pasado— es una triste combinación entre enfermedad mental, enojo personal y una ideología confusa. Trump no merece que se le culpe por ningún crimen específico, pero sí merece que se le culpe por la tendencia.
No es muy complicado: el hombre con el podio más grande del mundo para ejercer como acosador sigue alimentando la violencia y el nacionalismo blanco. Casualmente, la violencia nacionalista blanca va en aumento. Hay que hacer un gran esfuerzo para convencernos de que sólo es una gran coincidencia.