El 6 de noviembre, Estados Unidos elegirá a sus representantes. De un lado, el presidente Donald Trump buscará defender sus logros económicos, como la disminución del desempleo y las designaciones de magistrados ultra conservadores a la Corte Suprema de Justicia. Del otro, los demócratas buscarán ponerle un freno a la deriva autoritaria, denunciada como una desviación en la historia republicana del país.
Desde su ingreso a la política en 2015, Trump ha mostrado un rechazo absoluto a la crítica. Ello no sería tan grave de no haberse convertido en el jefe del Estado más poderoso de la historia del mundo.
El presidente de Estados Unidos está convencido de que la verdad es lo que el más poderoso dice que es. O por lo menos así lo documenta con suma rigurosidad el escritor David Frum, en su reciente libro: Trumpocracia. La corrupción de la república americana.
En él, detalla cómo han montado un sistema de corrupción estructural destinado a enriquecer a la familia Trump, la alianza espuria con la Rusia de Vladimir Putin o el aparato de hostigamiento a las instituciones y personas que intentan limitar el poder presidencial. A su vez, explica en qué consiste y qué implica la guerra que Trump libra a diario contra la realidad de los hechos.
Un análisis de junio de 2017 sobre los 770 tuits desde su asunción arrojó resultados alarmantes. De la totalidad de los temas a los que alude, el más frecuente es el ataque a la prensa, con 85, lo que supera incluso a una de sus palabras preferidas: jobs, referida a la creación de empleo, que se ubica en segundo lugar, con 67 menciones.
Los enemigos
En un estilo que parece replicar a la perfección la pesadilla totalitaria imaginada por George Orwell, Trump ha designado como su enemigo, y por extensión como el "enemigo del pueblo", al inmenso conglomerado de medios y periodistas críticos de su país.
De esta manera, a través de la negación sistemática de cualquier acusación en su contra, y su reemplazo por una realidad paralela, ha ido esmerilando, a fuerza de tuits, la distinción entre lo verdadero y lo falso.
Es propio de la sociedad abierta la diversidad de opiniones y de creencias. No obstante, la base fáctica y racionalmente comprobable sobre la verdad de los acontecimientos debe ser única y común.
Caso contrario, de abandonar el apego por la verdad objetiva, desaparecería también la mentira.
Negar los hechos
Si nadie puede decir "la verdad", porque no hay acuerdo sobre cuál es ella, nadie podrá mentir tampoco. En consecuencia, no parece haber sendero más rápido hacia el colapso de una nación que el de negar la existencia de los hechos, en especial de aquellos que son evidentes. En este contexto de profunda confusión, se está desarrollando el proceso electoral.
Que niegue los hechos un hombre de negocios y conductor televisivo, desde la Trump Tower de Manhattan, es una cosa. Que lo haga el presidente de los Estados Unidos desde la Casa Blanca, es otra.
Al exigirle lealtad personal a los fiscales que deben investigarlo, o al embestir contra los jueces federales que frenan sus decisiones, el presidente debilita el Estado de derecho. A esta altura del mandato, ya es claro que su propósito es hacer trizas la rica tradición republicana y liberal vigente en el país sin interrupciones desde la Convención de Filadelfia de 1787, para evitar ser controlado.
¿Qué democracia?
¿Si el poder del Gobierno es usado para crear una esfera paralela de realidad, dentro de la cual, naturalmente, los actos de la administración estén exentos del error, y los del presidente, del crimen, y por lo tanto, de la sumisión al derecho y al control de los magistrados, es posible vivir en democracia?
En efecto, si lo que "es", según el presidente de los Estados Unidos, en realidad "no es" y viceversa, existe un problema de extrema gravedad.
Puesto que lo que en definitiva se desencadenará será una lucha a todo o nada, sin margen para la negociación y el consenso, entre seguidores y detractores de Trump.
Esa guerra, que por el momento se desarrolla sin violencia física, se prolongará hasta que prevalezca la parte que haya acumulado el poder suficiente para derrotar a la otra y fijar la "verdad" oficial.
"Posverdad es prefascismo", advierte el profesor de Yale Tymothy Snyder.
Así, sabemos que al 45 por ciento de los seguidores de Trump les parece bien que los tribunales puedan ordenar el cierre de grupos de medios que sean "tendenciosos o imprecisos".
Por otro lado, al completar la frase "es muy importante mantener una democracia fuerte en los Estados Unidos para...", sólo el 49 por ciento de los republicanos calificó al derecho de los medios de criticar a los líderes políticos como "muy importante". Entre los demócratas, la cifra ascendió al 76 por ciento.
Orwell decía que los mitos que son creídos tienden a convertirse en verdaderos.
Pues bien, sólo un 29 por ciento del electorado republicano cree que el expresidente demócrata Barack Obama nació en los Estados Unidos.
Esta crisis constitucional y de principios, sin precedentes, ya ha tenido su impacto en las alianzas históricas del país, lo cual daña al bloque democrático frente a peligrosas dictaduras como la rusa, la china, la iraní y la turca.