Sus pequeñas y temblorosas manos apenas podían iniciar la llamada desde el celular de su hermanito de 11 años que yacía tendido a su lado, ensangrentado. Sus ojos de niño no alcanzaban a entender ni podían asimilar lo que habían registrado. Su respiración se apretaba en su pecho luego de haber pasado varias horas en el oscuro baúl del auto en el que salvaría su vida y la de sus hermanos.
La mañana del domingo 23 de octubre de 2016 el pequeño de 8 años llamaría a su abuela. "Traigan ambulancias, el sabon mató a todos", dijo con la voz entrecortada. Minutos después, la casa en el barrio Trapiche donde el pequeño estaba junto a su madre, sus dos hermanitos, una tía y una abuela de su mamá, se llenaría de policías, peritos y médicos y el hecho quedaría inscripto en los anales criminales de Mendoza como el "Triple crimen del Trapiche".
Después de la medianoche del 23 de octubre, Daniel Gonzalo Zalazar Quiroga, en ese momento de 30 años de edad, llegó a la casa ubicada en calle Entre Ríos al 1800 del barrio Trapiche de Godoy Cruz donde vivía Claudia Lorena Arias, una chica de su edad que había conocido ya que era alumna en sus clases de taekwondo.
Nacido en Catamarca, criado en Santa Cruz y con 10 años de residencia en Mendoza, Zalazar vivía de enseñar artes marciales en varios sitios, entre ellos, en el polideportivo del barrio La Estanzuela y en un gimnasio en Luján. El hombre también era "sabon" – que significa "profesor honorable" en esas milenarias disciplinas- de los dos hijos varones que Claudia había tenido con otros hombres: uno de 8 años y el mayor, de 11.
Para acordar la visita a la casa familiar, Claudia y Daniel habían intercambiado una serie de mensajes. Era la primera vez que Zalazar iba a esa casa y por eso le costó orientarse para llegar. La mujer incluso le había enviado un mapa para que se ubicara.
El hombre llamó a la puerta a la 1.45 de la madrugada. Claudia lo recibió cuando los demás habitantes de la casa dormían. Habían acordado reunirse para discutir sobre un tema que los desvelaba: 10 meses antes Arias había dado a luz a Mía, su única hija, y existía la posibilidad de que Zalazar fuera el padre. "Venite y arreglamos bien el problema", le había explicado ella.
Así se dio una extensa conversación que se extendió hasta las 6.30 de la madrugada. Y entonces algo detonó la ira del "Sabon", posiblemente porque se negaba a reconocer a la criatura o a pasarle la mantención alimentaria, aunque finalmente se sabría que no era su hija. Esto aún hoy se presume porque el "karateca", el alias que se le asignó luego a Zalazar, nunca declararía.
Cinco horas más tarde, el profesor se iría de esa casa tras creer haber alcanzado la solución del asunto, aunque de una manera drástica y salvaje.
Un recorrido sangriento y desquiciado
Cuando la discusión que mantenía la pareja ya había alcanzado el punto más álgido, Daniel Zalazar tomó un cuchillo de la cocina y atacó a Claudia Arias. Además la golpeó en la cabeza con un vaso o una botella. El cuerpo de la mujer quedó inerte en el piso de esa cocina.
Se supone que luego sobrevino el asesinato de la tía de Claudia, Marta Susana Ortiz (45), quien trató de impedir el ataque a su sobrina. Ambas mujeres recibieron cortes en distintas partes del cuerpo, sobre todo en rostro y tórax.
"El sabon" dejó el cadáver de Marta esparcido en un pasillo de la vivienda del barrio Trapiche. Pero el desquiciado ataque recién comenzaba. Con el objetivo de no dejar testigos vivos, Zalazar fue hasta la habitación de la dueña de la vivienda, la anciana de 90 años Vicenta Díaz, abuela de la primera víctima, a quien degolló en la cama en la que descansaba, sin darle tiempo a que despertara.
Además, tanto a Claudia como a su abuela, “El Karateca” les dio golpes tan tremendos que les provocaron fracturas en el cráneo.
La recorrida por la casa familiar llevó al asesino hasta la habitación de los niños. También atacó a puñaladas a la pequeña Mía y a Lucas, de 11 años, hasta que sus muestras de dolor se acallaron y creyó haberlos dejado sin vida. "Los dejó con vida, aunque creyendo que los había matado", deslizó horas después un investigador.
Un nene valiente y astuto
Mientras Zalazar desataba su furia y realizaba su raid criminal, otro de los hijos de Lorena, un pequeño de 8 años, pudo escabullirse y zafar de la despiadada matanza de su profesor de artes marciales.
Ni el terror ni el dolor de ese niño impidieron, quizás en un acto del más puro instinto de supervivencia, que se escondiera por un buen tiempo en el patio de la vivienda, entre medio de unas macetas y acompañado por su fiel perro. Mientras tanto, Zalazar continuaba su frenética búsqueda y recorría la casa con un cuchillo en una mano y una linterna en la otra, sabiendo que uno de sus alumnos seguía con vida y podía ser quien luego describiera sus perversas acciones.
El nene actuó con una astucia, una rapidez y una valentía que desconcertarían luego a los investigadores. Entre las plantas y aferrado al can, vio repetidas veces pasar al asesino cerca de él. Mantuvo la respiración y no hizo ningún ruido. Luego volvió a la casa en busca de las llaves del auto familiar, un Chevrolet Astra que estaba estacionado en la cochera. Sólo entonces logró escabullirse en el baúl junto al animal.
El pequeño atendió los consejos de seguridad que le había dado un tío policía, quien le había indicado que un buen lugar para esconderse era el baúl del vehículo ante un hecho de inseguridad en la casa.
En ese oscuro recinto y tal vez tratando de procesar en su agitada cabecita lo que acababa de presenciar, el pequeño permaneció durante unas dos horas hasta que las luces de la linterna de Zalazar se apagaron y el silencio típico de un domingo por la mañana reinó de nuevo en el tranquilo vecindario. Cuando creyó estar seguro de que el asesino había abandonado el lugar, salió de su ingenioso escondite y entró corriendo a su casa, en busca de su hermano mayor.
Lo encontró en la cama, bañado en sangre y agonizante, pero aún con vida y consciente, milagrosamente. Lucas le dio a su hermanito su teléfono celular y el nene de 8 años llamó a su abuela. "Traigan ambulancias, el sabon mató a todos", le dijo a la mujer, que no podía creer lo que oía salir de la temblorosa voz de su nieto. Desde la casa de la abuela llamaron al 911.
Cuerpos diseminados y una vela encendida
En su desesperación, quizás el valiente niño de 8 años no alcanzó a percibir el intenso olor que luego descubrieron los pesquisas que llegaron a la casa y se encontraron con una escena de terror.
Tal vez cansado de buscar a quien creía el único sobreviviente, Daniel Zalazar abandonó la vivienda donde había protagonizado una carnicería humana. Pero antes de partir y sabiendo que había dejado huellas que podían incriminarlo, el instructor de artes marciales liberó el gas de las cuatro hornallas de la cocina. Luego tomó una vela artesanal, la colocó en una base de cerámica y la encendió con la intención de que una explosión y el consecuente incendio borraran las muestras de su locura.
"Creemos que el hombre se fue de la casa sabiendo que le faltaba una víctima y que pensó que la vivienda se iba a incendiar o a estallar con la pérdida de gas más la vela", razonaría luego un investigador.
Tras el llamado de la abuela de los pequeños sobrevivientes, la calle Entre Ríos al 1800 se llenó de uniformados, cuando ya eran las 9 de la mañana de ese fatídico domingo. Una cinta de peligro separaba a los curiosos de las decenas de policías, peritos, médicos, bomberos y funcionarios judiciales que analizaban la escena. La prensa llegó minutos después y reflejó en portales digitales, páginas de diarios, pantallas de televisión y radios la aberrante secuencia y sus consecuencias. Medios nacionales se harían eco de la difusión del hecho en cuestión de horas.
El movimiento fuera de la casa donde se había cometido el triple crimen, lógicamente, no pasó desapercibido para los vecinos de las víctimas. Invadidos por la curiosidad y el espanto, se asomaban a sus ventanas o se acercaban para tratar de enterarse de lo ocurrido.
Luego de que Lucas y Mía fueran retirados del lugar en ambulancias y trasladados al hospital pediátrico Humberto Notti, fueron los peritos de Policía Científica los que ingresaron al inmueble, donde la sangre se había regado en distintos espacios.
Esos especialistas tuvieron la difícil tarea de levantar los cuerpos de las tres mujeres, que llevaban allí un par de horas, y de establecer la mecánica de los hechos. Y esos forenses advirtieron minutos después al entonces fiscal de Homicidios Santiago Garay. "Hay que evacuar el lugar, han dejado abierto el gas", le informaron. Sin saberlo, un minuto antes el investigador había apagado la vela que Zalazar había colocado para provocar una explosión.
Los bomberos tomaron entonces el control de la situación y, cuando determinaron que el lugar era seguro para continuar con las pericias, los profesionales regresaron a sus labores. El cuadro en el interior de la casa era siniestro y lo que determinarían luego las necropsias lo potenciaría.
En el Cuerpo Médico Forense los profesionales pudieron determinar que todas las víctimas presentaban heridas provocadas por arma blanca en sus rostros y tórax. También tenían lesiones en manos y brazos, señales de desesperados actos de defensa que resultaron infructuosos. Claudia y su abuela además habían sufrido fracturas en sus cabezas por los golpes recibidos.
Mientras, la bebé de 10 meses y su hermano de 11 años eran asistidos en el hospital Notti, donde permanecerían internados durante varios días. La pequeña había sufrido tres cortes de arma blanca, uno de ellos en el mentón, que le perforó el piso de la boca y pasó muy cerca de la tráquea. "La herida al cuello fue intencional y muy certera", relatarían a la prensa desde el centro asistencial.
El varón presentaba heridas que también mostraban la violencia del trastornado ataque. Los médicos creyeron que tenía esquirlas de un proyectil en su cabeza pero luego comprobaron que correspondían a cuchilladas, aplicadas con tanta fuerza que un trozo de metal había quedado incrustado. Las graves heridas se multiplicaban en el pequeño cuerpo de Lucas.
Los investigadores no alcanzaban a reponerse de procesar la crudeza de las escenas que habían presenciado cuando, casi simultáneamente, vislumbraron el inicio de la resolución de los crímenes: Daniel Zalazar se había presentado en el hospital Central con algunas lesiones en sus brazos alegando que lo habían herido en un asalto.
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