Los hermanos afiladores de la Cuarta
Domingo Sanz (79) camina lentamente, apoyado en un bastón que ya carga sus buenos años. Se dirige al encuentro de su hermano, Juan (81), que está afilando una sierra en un costado del taller, entre las sombras de la tarde, realizando las labores diarias. Domingo nos escucha llegar. Saluda de espaldas, sin darse la vuelta, con palabras cordiales y sin rastros de desconfianza. De fondo se escucha a un locutor de radio nacional cuyas palabras se escapan del parlante de un viejo aparato que como dice uno de sus dueños “tiene esa emisora fija, no porque nos guste, sino porque es la que mejor se escucha y de todas formas ya no se puede cambiar”. Y así, con esas risas arrugadas comienza este homenaje al trabajador. Entre cuchillas de afilar, sierras, serruchos y una cantidad indescriptible de elementos que ya perdieron su forma y que hoy decoran el lugar denominado “El Moderno”, donde los dos hermanos hijos de españoles trabajan desde 1948. Ambos jubilados, tienen los achaques propios de la edad aliñados con condimentos extras. El mayor de los hermanos hace poco sufrió un ACV que, según sus palabras “lo dejó medio medio” en tanto que al menor lo atropelló una mujer hace un par de años y ya no pudo trabajar más. De todas formas, asisten religiosamente de lunes a viernes, mañana y tarde, al taller: uno a trabajar, el otro para hacer compañía, para no perder la costumbre de ese lugar que fue su hogar hasta que ambos se casaron y que todavía hoy les da de comer. Viejos conocidos “Desde que nacimos somos trabajadores”, cuenta Juan, dejando el torno de lado. Viste con un mameluco maltratado por el tiempo que además está salpicado de manchas. Un gorrito estilo heladero completa su atuendo. “Empezamos con un corralón, pero cuando apareció el kerosene y después el gas, nos vinimos abajo. Así que nos dedicamos a la tornería y al afilado cuando aparecieron las máquinas de cortar huesos. Ahora somos dos viejitos que no hacemos ni un cuarto de persona”, asegura y cuando lo hace sus ojos y lo que se refleja en ellos se transportan a la época en que abrieron el taller, cuando la calle Alberdi, donde se encuentra ubicado, era de tierra y desembocaba en el Cacique Guaymallén, donde el cemento y los puentes todavía no asomaban. Juan continúa, ya entusiasmado, contando que por aquella época eran conocidos a 200 km a la redonda y que les ofrecían trabajos de lujo: “Con un compás podías trazar un círculo. De todo ese territorio teníamos clientes. También nos hacía pedidos la ‘creme’ de la 5ta Sección. Teníamos una clientela vip”. En los años 70 y hasta entrados los 80, el taller vivió su época de esplendor, al punto en que los dos hermanos tuvieron cinco caballos que eran herrados en ese lugar. “Éramos una romería. Un jueves a la tarde había más de 20 personas delante del mostrador que se juntaban a charlar. En esa época trabajaban ocho personas con nosotros”, describe Juan con la atenta y afirmativa mirada de Domingo. Hoy, más de 70 años después, la realidad es completamente distinta y aseguran que han pensado varias veces en cerrar. De todas formas, algunos clientes siguen siendo fieles y les llegan pedidos esporádicos desde Lavalle. “Nos cuesta mucho trabajar. Física y mentalmente. Hemos tenido que acortar el horario de trabajo y vamos y volvemos en taxi. Pero no nos queda otra”, admiten. Por aquí y por allá La imaginación se queda corta cuando se trata de describir lo que hay en “El Moderno”. Retazos de añejas publicidades, esquemáticas bicicletas, restos de automóviles, recortes de diario Los Andes, de quienes se reconocen seguidores desde los años 30, y un almanaque amarillento “de los que ya no vienen” marca, para sorpresa, el día exacto en que se está realizando esta entrevista. Definitivamente, es un viaje a los recuerdos. Ellos dicen que es polvo lunar, y en la tarea de creerles, diremos que el taller parece la luna. En medio de todo esto, Juan y Domingo dicen: “Ahora charlamos de bueyes perdidos, enfermedades y lo que cuestan los remedios. Pero para nosotros venir acá es una diversión, un entretenimiento. Porque los días que no trabajamos nos quedamos en casa en la cama hasta tarde”. En la despedida, Domingo se queda sentado sobre un viejo yunque. Juan nos sigue. Despacio y a su tiempo, pero sin ayudas. De vez en cuando agrega algún comentario por aquí y por allá, como si imitara la disposición de las cosas que hoy ocupan su espacio laboral. “Seguimos trabajando porque Dios quiere. Pero todavía tenemos fuerzas para seguir”, dice enseñando una mano firme, de incansable laburante, con una voz que se queda flotando en el aire y que se oye como una esperanza intensa.