Felipe Staiti: su recuerdo de las travesuras y tradiciones en la Cuarta Sección

El músico de Los Enanitos Verdes nos lleva de paseo por una amplia zona de la Capital mendocina. Nos traslada a su niñez y adolescencia con sus juegos, costumbres y personajes.

Felipe Staiti: su recuerdo de las travesuras y tradiciones en la Cuarta Sección

En la esquina de mi barrio, esa esquina testigo de choques y de alguna trifulca callejera, había una marmolería. Un vago recuerdo se asoma en mi cabeza de cuando funcionaba, pero es más fresco de cuando lucía abandonada con los mármoles a medio cortar y las máquinas cubiertas de polvo.

Las espiaba por la reja que daba a la calle, una frontera impasable para poder rescatar ese avioncito que un día de mi niñez terminó en su interior para nunca poder recuperar.

Esa esquina que años más tarde se transformaría en la “esquina de la paz”. Así, se nos dio por denominarla con mis amigos adolescentes de la zona. Ya los mármoles habían sido removidos, o por lo menos eso parecía para que una cortina de hierro cortara la visión al interior. Pero esa esquina era el preludio de la vida con mi guitarra. Sentarse a tocar allí era común, rodeado de amigos, a veces solo.

El asfalto llegó un poco tarde a mi entender. Sólo estaba pavimentado desde la Av. San Martín hasta Av. España. Mi casa, a pocos metros, todavía debía esperar las bondades del asfalto. En esos tiempos era usual que los vecinos, en su mayoría, sacaran el agua de las acequias para aplacar el polvo de los escasos automotores que la transitaban. Llegó el día en que a mi calle le tocó el turno.

El barrio se transformó en una zona de guerra. O por lo menos la impresión era ésa. Los montículos de tierra y los pozos que hacían los trabajadores para preparar las aceras eran escenarios de juegos varios. Trincheras para jugar a “Combate”, buscar lombrices en la tierra húmeda o cualquier otra actividad distractiva se había trasladado a las lentas obras de pavimentación. Ni hablar de las acrobacias en la bicicleta.

Para estos fines la cosa era movilizarse a lo que denominábamos “el campito” (la actual zona de la Nave Cultural). Una pista improvisada y muy vertiginosa era escenario de las carreras de bicicross contra los de “los monoblocks”.

Este “campito” también delimitaba un poco los confines del barrio. Hacia el otro lado, o sea hacia el norte, el otro límite era la plaza Yrigoyen. El monumento de piedra del prócer era testigo de partidos de fútbol que se armaban con otros que ni conocía, a veces. Pero la cosa se ponía linda cuando trepábamos los pinos aún hoy existentes en la plaza. El Tarzán que por las tardes veía en la televisión, se representaba para los trepadores de árboles acompañando la acción con el grito del hombre mono.

El club Vélez Sársfield tenía buenos metegoles. Era difícil poder jugar. Los más grandes estaban siempre ocupándolos, y a los más chicos los dejaban esperando el turno que difícilmente llegaría.

La iglesia de la Virgen Niña era la opción. Tenía metegoles y ping pong. Simplemente había que ser amigo de alguno que fuera a catequesis o mostrarse interesado en empezar un curso de algo. Los domingos ir a misa, algunos a esta iglesia, otros a Santo Domingo. Mis padres, fervientes devotos, optaban por esta última ya que, según decían, era la que correspondía a nuestro barrio. En la misa era común ver a las señoras y sus maridos del vecindario arreglados para la ocasión.

A la salida, el paso “obligado” por “Los Dos Amigos” y llevar el almuerzo de regreso a casa. La empanada de regalo que acostumbraban a dar para hacer la espera de la compra más amena, era el tesoro.

También aquí veía nuevamente las caras conocidas del barrio. Como la de la señora Ofelia, reina de la otra esquina de mi casa, una mujer espléndidamente elegante. Arregladísima siempre, barriendo la vereda o volviendo de hacer las compras. Impecable. El Dr. Bou Vignart, terror de mis pesadillas. El dentista que cuidaba mis dientes de niño, pero que yo rehusaba a lavarme. O el de “la gallega”, la española dueña de esa marmolería de la esquina.

Pero mis intereses estaban más centrados en el paraíso terrenal que en el de los cielos. El paraíso de mi barrio, que me ofrecía las distintas opciones de pasar el tiempo. Jugar al fútbol en la plaza o en el “campito”. Andar en bici en el “campito” o en la plaza. Jugar al ring-raje, subir todos los árboles posibles.

A la vuelta de mi casa se armaban unas chayas divinas en la época de carnaval. A pesar de estar muy cerca de casa, siempre fueron anónimos para mí. Pero eran dos chicas, creo que armaban en su vereda las mejores contiendas de agua que podría uno imaginarse. Se juntaba mucha gente y el disfrute era total. Era gente que sólo veía en carnaval; después, como si la tierra se los tragara.

El almacén de a la vuelta vendía fideos sueltos, galletas sueltas, azúcar suelta. Los frascos transparentes estaban perfectamente alineados en el negocio. Lo más lindo era cuando bajaba el tarro de galletas Canale. Una bolsita y vuelta a casa a ponerle Kero y disfrutar de la media tarde.

La historia del “alemán” era un asunto aparte, hasta delicado. Un pobre hombre, vecino de mi barrio, que había actuado en la Segunda Guerra Mundial y gozaba de un trastorno importante. Irrumpía en las noches silenciosas con gritos muy fuertes desde su casa. Era inentendible dado que, intuyo, gritaría en alemán, pero daba miedo. Su acción contagió a por lo menos una de sus hijas. Ya habiendo el “alemán” desaparecido del mapa, su hija era ahora la que vociferaba desde su ventana a los cuatro vientos algunas “verdades” o “trapitos sucios” del vecindario.

Los baldíos lindantes a mi casa eran usados por nosotros para construir improvisados pequeños refugios de ladrillo y chapa. Allí hacíamos las juntadas con los amigos, hasta que algún envidioso, no convidado, lo destruía.

Mi barrio fue cambiando la piel pero no su esencia. Muchos, la mayoría, ya no están. Hay cosas y casas que mutaron para verse hoy distintas, como la amplia vereda del colegio Compañía de María. Ayer brillante y espléndida, hoy opaca y apagada. Claro, era nueva antes. Hoy ya no. Donde había un baldío con el improvisado refugio, hoy ocupa ese lugar una casa de dos plantas con portón levadizo.

La Ofelia ya no está barriendo la vereda con su peinado exótico y sus tacos altos. Los niños que hacían carreras de autitos en los cordones de las veredas se fueron también, pero estoy seguro de que todas estas pequeñas cosas que relato han hecho que hoy éste sea uno de los barrios más lindos que tiene Mendoza. El del primer beso, el primer amor y muchas otras primeras cosas lindas de la vida...

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