Piensa en traición.
Mira el silencio.
Escucha la soledad.
Siente el recuerdo.
Traición. La palabra resuena, una y otra vez. Lo aturde. Lo agobia. Lo debilita.
Sentado solo a la orilla del zanjón, seco de años sin agua, gris de vegetales calcinados por el sol, hediondo por los animales que allí quedaron, piensa en traición.
Ese es el lugar al que recurre para estar solo y en calma. Para encontrarse con sí mismo y nadie más, para diseñar sus días. Allí, piensa en traición.
Este no es un buen momento de su vida. Ha pasado por muy malos, es cierto, y tal vez éste es el peor de todos. La soledad ha llegado para quedarse. Ya no tiene amigos, ni siquiera aliados. Y, lo peor de todo, tiene muchos enemigos.
Como despertando de una siesta, saliendo de un largo letargo, un pericote aparece por debajo de un montón de hojas acumuladas por el paso del tiempo.
Cruzan miradas, el animal no le teme, hace tiempo se adueñó del lugar, no hay nada que allí le importe, con rapidez gira su cuerpo y camina tranquilo hacia el otro lado. Tom lo sigue con la vista fija en el pelaje pardo y en el caminar altanero.
Tom piensa en traición.
Sabe que lo persiguen. Es presa. El cazador está cerca. Lo intuye. Atravesó el último límite, aquél que no debía atravesar, se metió donde no era bienvenido y ahora lo buscan.
Aquí, cree estar a salvo. Por el momento, al menos, puede pensar. No tardarán en dar con él. Ha dejado muchas huellas en estos últimos días.
Se ha desconcentrado en su intento por escapar y ha acelerado su captura. Cuando lo encuentren no habrá piedad. Siempre ha sido así. Siempre será así.
No hay piedad para el que traiciona.
Ensimismado en sus pensamientos aprieta fuerte la mochila que cuelga de su hombro y camina en dirección contraria al zanjón, hacia la calle, sin saber su destino ni su final. Aunque lo sabe, está seguro, solamente hay un fin.