Tony Blair fue uno de los primeros ministros británicos más exitosos pero su apoyo a la guerra de Irak destrozó su legado.
Una investigación oficial cuyos resultados se conocieron ayer, llegó a la conclusión de que Blair metió a su país en la guerra de Irak sin agotar las opciones diplomáticas, sin un plan posconflicto y siguiendo ciegamente a Estados Unidos.
Blair convenció a su gabinete y al Parlamento, venciendo las reticencias y la oposición abierta de muchos, de respaldar la invasión liderada por Estados Unidos. Lo hizo usando información de los servicios de inteligencia sobre las armas biológicas, químicas y nucleares de Irak. Nunca se encontraron.
En su década en el cargo, en la que ganó tres elecciones legislativas, Blair presidió un periodo de prosperidad, aseguró la paz en Irlanda del Norte y amplió enormemente los derechos de los homosexuales.
Sin embargo, nueve años después de salir de Downing Street, y mucho después de que las tropas británicas se retiraran, sigue siendo vilipendiado por muchos de sus compatriotas por un conflicto que la mayoría considera equivocado y algunos ven como un crimen de guerra.
Sus críticos en el parlamento llevan alineándose contra él hace tiempo, desde antes de que se difunda el informe Chilcot, y examinan la posibilidad de emprender acciones legales en su contra o de abrirle un juicio político retrospectivo, un “impeachment” que tendría sólo un valor simbólico.
El año pasado se disculpó por la mala información de los servicios de inteligencia, y por fallos en la planificación, pero reiteró que no se arrepentía de haber derrocado a Saddam Hussein.