Por Julio Bárbaro - Periodista. Ensayista. Ex diputado nacional. Especial para Los Andes
La sociedad está ingresando lentamente, y con temores lógicos como ante toda novedad, a la democracia sin dogmas ni monarcas. Hay gente que hasta se asusta, que nos para por la calle y nos pregunta con cierto miedo si esto no corre riesgo de estallar. Y, del otro lado, por suerte cada vez menos, están los fanáticos convencidos que, como nadie está capacitado para gobernar, pasará poco tiempo hasta que vuelvan a convocarlos a ellos.
A nadie se le escapa que el nuevo gobierno puede tener la mejor voluntad pero además sufre como todos la falta de “oficio”, de ese elemento central en toda tarea humana que es la experiencia en ejercerla. Y entonces están todas las miradas, aquellas que ponderan a algún nuevo descubrimiento del universo gobernante y las otras, las que condenan para siempre a otros que parecen no estar a la altura de las circunstancias.
El discurso presidencial fue excelente tanto como resultaron patéticos los mediocres con el cartelito para expresar su disidencia. Yo, que la vida me dio el regalo de participar como diputado del discurso del General, que pasé el dolor de escuchar a Ricardo Balbín ser el “viejo adversario que viene a despedir al amigo”, que tuve la experiencia suprema del intento de unidad de los argentinos... al ver a ese conjunto de mediocres esgrimiendo un cartelito con la queja, sentí vergüenza. Y no por estar con el Pro ni con Mauricio Macri sino tan solo porque esos decadentes con el cartelito me trajeron a la memoria las palabras del General cuando necesitó decirles en la Plaza, “qué quieren esos imberbes”, como que arrastramos un sector de retrógrados agresivos que no soportan haber construido tan meticulosamente su propia derrota.
Hay muchas cosas del gobierno que me molestan, desde la caricia a la minería hasta esa absurda confianza en las grandes empresas como si de ellas pudiera esperarse alguna forma de beneficio colectivo. Nuestra sociedad tiene una estructura de economía concentrada donde si no se controlan y limitan las ganancias de las grandes difícilmente se pueda salir de la pobreza que nos invade. El Estado no debe ser socialista, pero tampoco indiferente a las ganancias de muchas empresas que no invierten nada y se llevan todo. El ejemplo de Evo Morales es importante, amenazó con privatizarlas solo para lograr que limitaran sus saqueos y, en consecuencia, pudo reconstruir la sociedad sin inflación, más integrada y con capacidad de ahorro.
Una sociedad está madura solo cuando puede generar una dirigencia capaz de elegir y definir un rumbo e insertarse en el mundo. Entre Menem y los Kirchner pasaron dos largas décadas en la que en nombre de un supuesto peronismo los ambiciosos de toda laya se dedicaron a enriquecerse como individuos empobreciendo al conjunto. El peronismo fue el nombre que utilizaron para justificar sus saqueos; la pobreza que cualquier mirada atenta comprueba en el seno de la misma sociedad define la mediocridad de ambas experiencias. No estoy intentando defender al peronismo, busco solamente marcar que estos desmanes se cometieron en su nombre y que del otro lado no hubo apasionados que edificaran la fuerza política capaz de salir de esa limitación mental.
Podría haber ganado el centro izquierda, con Hermes Binner fue la segunda fuerza en la elección anterior. Pero como casi siempre en esas tierras, había más caciques que indios, más candidatos que votos a repartir. Y ganó el centro derecha que expresa el Pro, y hoy lo acompañan en su retorno a la democracia tanto Massa como Urtubey, tanto Stolbizer como sectores progresistas que entendieron a la democracia como más importante que la misma ideología. La sociedad es la que exige convivencia, diálogo entre adversarios, y es ella la que le impone su visión a la dirigencia. Los que piensan están sustituyendo a los fanáticos, las deserciones son la impronta más fuerte en el campo del viejo kirchnerismo.
La inflación es una tarea del Estado, y éste no debe repetir los papelones de viejos funcionarios tan autoritarios como omnipotentes, pero tampoco esperando que la libre competencia deje a la sociedad asustada por los desbordes.
El estatismo desmedido es suicida, pero cuidado que el liberalismo inocente no lo es menos.