Hace rato que Lionel Messi no pasa tanto tiempo en Argentina. Llegó el 30 de noviembre a Buenos Aires, acompañado por su pareja, Antonella, y su hijo, Thiago, para continuar con el tratamiento de recuperación del desgarro en el bíceps femoral izquierdo sufrido el 10 del mes pasado, cuando a los 20’ del primer tiempo del partido ante Betis el físico le puso los límites que generalmente no pueden los defensores rivales.
Esa tarde, como si fuera una pesadilla repetida, otra vez cayó en el acto reflejo de llevarse la mano para tocarse el músculo, el gesto contrariado, cabizbajo.
Fue el momento de parar definitivamente, de encarar una rehabilitación sin apuros, que no estuviera supeditada a las urgencias o compromisos futbolísticos de nadie, fuera Barcelona o el seleccionado.
Tenía que salir de la nociva dinámica instalada desde abril, cuando se desgarró en la pierna derecha contra PSG y su año empezó a ser irregular como hacía rato no ocurría, salpicado por reapariciones y nuevas dolencias.
En su Rosario natal, donde puso en marcha la última etapa de la recuperación, Messi cierra un año atípico, de mayor a menor, estupendo hasta principios de abril e inestable de ahí hacia adelante.
Con luces y sombras, incluso con algunas controversias fuera de las canchas. Es cierto que Leo corría el riesgo de perder en la comparación consigo mismo, a falta de rivales que pudieran alcanzarlo, aún con producciones notables como la de Cristiano Ronaldo.
En 2012, Messi, entre Barcelona y Selección, hizo 91 goles en 69 partidos, con un promedio de 1,31 tantos por juego. Batió récords añejos como si fuera lo más natural. Estaba claro que él mismo elevaba más el listón y que en algún momento no iba a superarse.
Ocurrió en estos últimos 12 meses, muy condicionado por las lesiones que lo mantuvieron inactivo.
Igual, sus números en 2013 serían la envidia de más de un futbolista terrenal: sumados los encuentros con la camiseta azulgrana y la albiceleste, redondeó 45 goles en 47 partidos. Nada despreciable.
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