Titicaca: Aguas de leyenda

Las comunidades originarias lo tienen por sagrado. Paisajes alucinantes del lago navegable más alto del mundo, y el encuentro con quienes habitan sus costas.

Titicaca: Aguas de leyenda
Titicaca: Aguas de leyenda

Repiquetean los tambores, tiemblan las trompetas y estallan los platillos, y los aldeanos bailan que te bailan, y girando se escapan de todo. Van incentivados por la chicha de maíz, una bebida alcohólica hecha de forma artesanal que les enciende el corazón y los deja sonrientes y optimistas, con el cogote que se les cae para adelante. Después lo levantan y te toman de la mano, te invitan a gozar con ellos, o así parece, porque cuando abren la boca no se les entiende mucho.

Están en su mundo, celebrando una de las tantas fiestas religiosas que explicitan el papel de la localidad de Copacabana como referente cristiano de Bolivia. Empezaron en la impresionante Basílica de Nuestra Señora da la Candelaria, que sorprende por sus dimensiones, y terminaron aquí, en las afueras  de calles de tierra y ranchos, donde la vida se antoja más sabrosa, los vestidos más coloridos y las ganas de gritar a la luna que no se vaya nunca más, incontenibles.    

Al lado, a pasitos mareados, el Titicaca ronronea. Es el lago navegable más alto del mundo, 3.800 metros sobre el nivel del mar, 800 hectáreas que cuenta en el límite entre Bolivia y Perú. Pero no radica en los números su real virtud, sino en la mística que amasa. Un terreno de adoración y leyendas, en el que los incas, los aimaras y otros pueblos originarios clavaron rodilla ante sus dioses, otorgando al agua y al suelo que la rodea el rótulo de sagrado. Se pone la piel de América en lo andino del convite. 
En la Isla del Sol
Hay que salir a surcarlo, claro, a tocarle el alma con los ojos y alcanzar ese horizonte infinito. Un sumiso catamarán aguarda ser abordado en el muelle de Copacabana, ahora ya con la luz solar de cómplice y el precioso Cerro Calvario certificando que está todo listo. Las señoras de bombín patean la costa con pescados que traen los botecitos, tejidos y lo que venga para aumentar el día en cuanto a lo bonito y lo auténtico. Luego será una hora y media de postales que involucran un espejo azul, sereno y todopoderoso, que impone respeto por lo misterioso de las profundidades, los Andes nevados del fondo, bien a lo lejos, de cortina.

El desembarco es en la Isla del Sol (10 kilómetros de largo por 5 de ancho), emblema máximo de Titicaca. Quien recibe a la puerta del fondeadero de Challampa es Rubén, uno de los integrantes de la comunidad aimara que regentea el lugar. Gente humilde que vive de la entrada que pagan los visitantes llegados de los cinco continentes, y de lo que estos quieran comprar luego. Le cuesta hablar el castellano al guía ocasional, moreno y petiso, tan paisano él con pelo pajoso y pulóver lleno de años.

Entonces empieza a contar historias y dice, apoyado en las creencias locales, que los mismísimos incas emergieron desde las honduras del lago, y que de esta isla salió a andar y a crear Manco Capac, el primer mandamás del imperio. Aquello hay que agradecérselo al dios Viracocha, asegura Rubén, quien a paso cansino lleva al grupo a conocer reliquias arqueológicas nacidas hace más de cinco siglos. Destaca el Palacio Pikokaina y sus muros de piedra, (llueven las conexiones con el Machu Picchu), la Mesa de Ceremonias (donde se llevaban a cabo sangrientos rituales), la Chinkana (especie de almacenes semi subterráneos de la época del Tahuantinsuyo) y la Roca Sagrada.

De desamparos y lejanos parajes

Después, el viajero se escapa y camina solo por los desamparos de la isla, siempre en ese cerro-meseta que domina el área central, que apenas sube y baja, y regala espléndidas panorámicas. Hasta que descubre la costa, y unas playas que tienen gusto a cordillera, con las terrazas de cultivos acomodándose en la retaguardia, en las laderas. Más de eso descansa en la cara sur, junto a algunas posadas, comedores, los trapos al suelo de los artesanos indígenas y las célebres Escalinatas del Inca, que en roca conducen hasta la conocida como Fuente de la Vida.

Es el muelle de Yumani el que se ve ahora, con las balsas a vela hechas de totora (una planta acuática tipo paja, que abunda en la región), despertando curiosidades de la mano de las particulares formas (tienen cierto aspecto a las barcazas de la China antigua, si cabe).

Trepados a los navíos, los aimaras deambulan la zona, y visitan la cercana Isla de la Luna y su Iñak Uyu (o Palacio de las vírgenes, otrora residencia de las mujeres que aspiraban a ser concubinas del emperador) y adivinan cómo serán los lejanos parajes del otro lado del Titicaca (ya en Perú), los que han escuchado nombrar, las islas Amantani y Taquile y la Isla Flotante de los Hunos (de suelo realizado en pura totora). 

Mientras, el viajero hunde la vida en el entorno y, ya contagiado, no deja de preguntarse de dónde vino todo el portento. Si fue la naturaleza, la creación divina o el sueño de un inca.

Cultura indígena

En Copacabana residen 5 mil personas, el triple si se cuenta a los que campean en el área rural. Para llegar a su médula sin tocar Perú hay que recorrer unos 150 kilómetros desde La Paz y en el último tramo cruzar en lancha el Estrecho de Tiquina, ya en territorio del Titicaca. Una serie de cerros y ondulaciones acompañan la parada.

Al igual que la zona que la rodea, la capital de la provincia de Manco Capac es un bastión de la cultura indígena. Que vengan si no a corroborarlo sus pobladores, embanderados en los signos del movimiento aimara principalmente. Toda Bolivia está barnizada con la épica de los pueblos originarios, que configuran buena porción del padrón. Pero en los confines del país andino tales latidos se sienten aún más contundentes, en parte por lo alejada que la gente vive (y no sólo en un sentido geográfico) de las grandes urbes.

La referencia apunta al simple y llano modo de existir. Muchos aquí hablan el aimara o el quechua, y siguen algunas de las tradiciones de sus antepasados al pie de la letra, como por ejemplo a la hora de trabajar sus cultivos de maíz, de quinua, de papa, de yuca, de ají, que venden en un mercado central plagado de movimiento, carretas y aromas.

Esos mismos alimentos forman los menúes de los restaurantes del pueblo, junto con los deliciosos pescados salidos del lago (la trucha entre ellos), o la carne de alpaca. Para el final de la cena, nada como el té de coca, que ayuda con la digestión y la altura.

“¿Y usted qué opina de la situación actual de los vecinos del Titicaca? ¿Piensa que la cultura autóctona está siendo amenazada por el fenómeno turístico?”, se pregunta a la moza, que pone la cara inmutable y responde: “¿El señor va a querer algo para el postre?”.

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