Hace rato que al género humano se le fue la mano con la explotación de los recursos naturales que le dispensa el planeta. El patético cuadro de la región del Amazonas arrasada por los fuegos encendidos por la ambición y la insensibilidad agitó todas las alarmas.
Pero hay más en esta época pródiga en afrentas a la Madre Tierra: recién disipadas las nubes de humo que el desastre ecológico y social desparramó en el sur de este continente, se conoció la decisión de cerrar al turismo algunos paraísos naturales con el fin de dejarlos a salvo de la depredación.
Esta novedosa versión de cepo para viajeros brinda una buena oportunidad para poner la mira en lugares menos transitados y promocionados y decidirse a explorarlos.
Uno de esos sitios posibles para desensillar hasta que aclare puede ser Tiflís (o Tbilisi). Enclavada entre los faldeos de los montes Cáucaso, la capital de Georgia debe su indiscutible atracción urbana a una extraña fusión de señales que remiten al pasado soviético con el imponente legado de la ciudad aristocrática de principios del siglo XX, discretos guiños de la época medieval y las luces estridentes de la ciudad moderna, que encandilan desde los contornos de edificios revestidos de cristal que se adelantan al futuro.
Los puentes sobre el río Kurá, el grueso tajo que parte Tiflís en dos, son miradores privilegiados para elegir por dónde empezar a descubrir esta urbe de pasado esplendoroso y un presente que se perfila bastante auspicioso. Hoy es transitada por gente de a pie amable y hospitalaria, un universo variado que incluye a georgianos, armenios, osetios, kurdos, turcos, abjasos, árabes, iraníes, griegos, judíos y estonios.
En medio del persistente rumor de las calles céntricas, el choque idiomático y cultural no impide una forma básica de diálogo con palabras cruzadas y gestos, la eficaz llave para poder llegar al destino previsto.
Esa predisposición para brindar servicio a cambio de algún dato de último momento sobre Messi, Maradona o la crisis que atraviesa la Argentina me permitió alcanzar sin rodeos la base del teleférico que une la orilla del río con la montaña Mtatsminda. Es la mejor perspectiva para captar con los ojos las imágenes realistas que reflejaron con sus pinceladas los pintores Niko Pirosmani y Lado Gudiashvilli.
Hacia un lado de la panorámica resiste el paisaje medieval del barrio Narikala, alrededor de la Catedral de la Santísima Trinidad -bastión del cristianismo ortodoxo- se desparrama Avlabari -el centro histórico de la comunidad armenia- y, al pie de la ladera, las galerías de arte, cafés y restaurantes de moda enmarcan la cúpula de la iglesia armenia San Jorge. Desde las alturas, el embrujo de Tiflís se torna irresistible, como una joya preciada imposible de ignorar. / Cristian Sirouyan-ClarínGentileza