Tierra de alquimistas: México para devorar

La riqueza cultural de herencia azteca y española se paladea en todas las esquinas, humea en cualquier plato sencillo, pica grande en la lengua y en el alma, y revela hechizos que se descubren caminando la ciudad inabarcable.

Tierra de alquimistas: México para devorar
Tierra de alquimistas: México para devorar

Cien vidas parecen ser necesarias para recorrer el Distrito Federal. En la página anterior propusimos 100 palabras como para empezar a descubrirlo.
Avasallante, feroz y profundo, frustra sin piedad al peregrino mejor entrenado que pretenda conquistarlo en pocos días.

La cocina tradicional mexicana fue declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO en 2010, porque se trata de un modelo cultural complejo, de actividades agrarias, rituales, conocimientos antiguos, técnicas, costumbres y modos de comportamiento comunitarios ancestrales. El tour “de comer”, entonces, es tan imprescindible como el de las pirámides.

Un capital culinario que refleja lo profundo de su cultura, para los mexicanos es toda una declaración de Patria y pertenencia, y se enorgullecen de la sazón que no puede ser reproducida ni imitada en ningún lugar del mundo.

Taqueros locales son exportados y se convierten rápidamente en estrategias de marketing para atraer devotos de la particular cultura gastronómica que encuentran, en los platos imitados, algunas reminiscencias, pero el sabor nunca logra ser igual.

Para Tita de la Garza, la cocina era una metáfora del sentimiento, y expresa (en la cocina del rancho familiar) su frustración, tristeza, amor y rebeldía. Laura Esquivel ilumina en “Como agua para chocolate” las intenciones que se cuecen en los fuegos de México y los poderes sanadores que se evocan con cada receta. Caminando el D.F., esos fuegos y esos poderes de golpe aparecen, se ven, se tocan y se saborean.

Un festival sensorial
Limón y sal. Chiles de todos los tipos y colores, en polvo y en salsa, que hacen saltar las lágrimas. Cacao del bueno, del fuerte, del que seca la boca. Mezcal. Café de olla, que se cocina en barro con canela y piloncillo. Moles cuyos apellidos son colores. Tamarindo hasta en las golosinas. Dulce de cajeta de cabra. Pulque, que se toma con respeto.

Olor a tortillas de maíz calientes callejeras perfuman las avenidas modernas y complejas de la ciudad. Aguas frescas, que se sirven con el cucharón. Las tortas no son tortas: son sandwiches y las conocemos porque eran el nirvana del Chavo del 8. El tomate es verde como una manzana.

Las frutas en trozos, siempre espolvoreadas con Tajín, ese polvo rojo de chile con limón verde y sal, sin el cual los mexicanos no pueden vivir y lo llevan enganchado de las llaves de su casa. Tequila. Micheladas -cerveza, limón y salsas-, gomichelas y clamatochelas, o sus típicas cervezas preparadas.

Pequeño manual para comer bajo el cielito lindo

Por los barrios: Colonia Roma, Colonia Condesa y Polanco son los barrios chic que condensan la oferta gastronómica que aparece en las guías y revistas especializadas. Hay cocina de autor, restaurantes internacionales y esquinas maravillosas con mesas comunitarias y tacos que circulan en platos de plástico, como toda taquería tradicional que se precie de tal. Aquí los tesoros son las pastelerías y chocolaterías, con joyitas impensadas de chocolates picantes, trufas de tequila y frutas tropicales.

La Zona Rosa, conocida como el barrio gay, es uno de los pocos sitios del centro que permanece con vida después de las siete de la tarde, con bares y locales comerciales abiertos para una botana (nuestra “picadita”) y tomar una michelada, una Paloma (el “Fernet con coca” de ellos: tequila con refresco de toronja –pomelo- y el vaso coronado con sal), o una Margarita de fresa o mango con sal.

En la calle: El verdadero sabor, el que los locales defienden y honran es el de las amas de casa. La sazón, las técnicas de cocción y las combinaciones de sabores genuinos están en cualquier esquina en la comida del día, a mano del turista curioso con paladar aventurero. Los tamaleros aparecen a la mañana muy temprano, principalmente en la zona del Ángel de la Independencia sobre el Paseo de la Reforma, para proveer de un desayuno suculento a los oficinistas.

Hay que madrugar para encontrarlos porque después desaparecen. Los fines de semana están en triciclos o se sientan en un banquito con su bote de champurrado o atole, que son bebidas calientes a base de leche y algún sabor. Las guajolotas o torta de tamal frito son bocados que solamente se pueden comer en la zona metropolitana, porque en el resto del país encuentran mal “tanta masa”.

Un tamal cuesta menos de 20 pesos mexicanos (alrededor de $ 10). Sobre Avenida Insurgentes -una de las principales arterias de la ciudad- hay una enorme variedad de puestos de tacos al paso, sopes y gorditas. No hay que temer al picante. Los aderezos se los agrega uno a gusto. Imperdible el taco al pastor con piña y chile.

Ojo con el guacamole -en algunos lugares tiene chile verde y pica-. Para los golosos: buñuelos y natilla. Hay una regla que no falla: al mediodía, parar donde se acumula la gente. Siempre es una buena idea preguntar al vendedor qué es lo que más sale, o directamente pedirle que nos sorprenda con su mejor creación.

Por los mercados: El paseo para comer o comprar tesoros para llevar a casa. El edén de los moles -el mole negro con cacao amargo elevará a la categoría de extraordinaria cualquier carne simple con arroz, las chauchas de vainilla gigantes, flores de calabaza y de Jamaica, especias y aguas frescas.

Los fines de semana, en las ferias barriales se puede comprar pulque -pero hay que llevar la jarra o botella-, los raspados o clásicos jugos en bolsita con hielo seco y distintos sabores -el “diablito” tiene tamarindo, chile y limón y es una delicia- y nieves de hielo con tequila, piña con chile, vodka, mango, y la variedad es infinita.

El rollo de guayaba casero con dulce de cajeta y coco es una maravilla que, si encuentra, tiene que comprar para probar y llevar a casa. Vale la pena tomar un subterráneo hasta Coyoacán, caminar unas cuadras desde la casa de Frida y entrar en el mercado a almorzar unas tostadas: tortilla de maíz crocante cubierta de rellenos de camarones, carnes, pollos, verduras de colores, quesos. A pocos pasos, El Jarocho, apto para puristas, con rico café para tomar y granos para comprar.

Dos imperdibles

La casa de Toño. Es la evolución del puesto callejero más concurrido de la ciudad en una cadena de comida rápida mexicana. Con sucursales en todo el D.F. es la mejor opción para probar cocina tradicional casera. Gran variedad de platos (es un buen lugar para pedir de todo y picotear), servicio perfecto, buenos precios y súper familiar. Hay que pedir el pozole.

"Íntimas suculencias: Tratado filosófico de cocina" de Laura Esquivel, un libro cortito y abrazador para entender un poco de qué hablamos cuando hablamos del amor en la cocina mexicana.

El D.F. en 72 horas

Si el tiempo apremia, hay que limitarse a conocer los highlights: el Castillo de Chapultepec, el Museo de Antropología, escuchar a los mariachis en Plaza Garibaldi, una visita a tomar la foto de postal del Zócalo y su Catedral, y un brindis en el mítico Café Tacuba.

Tomar el bus turístico es una buena alternativa (caminando y con el mapa en la mano resulta imposible ya que las distancias son enormes). Se puede tomar una excursión a las pirámides de Teotihuacán o visitar la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe. Coyoacán es un destino fundamental: el barrio de Frida, Diego Rivera y León Trotsky, con sus casas museo sobre las bases de la antigua Tenochtitlán.

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