Todavía hay quien se acuerda de Benicio, el niño santo. Puntualmente, todos los años reaparecen flores al pie de la pequeña tumba en el jardín de la iglesia que hace las veces de cementerio de Santa Clara.
Una tumba simple que guarda sus restos porque él vive eternamente en el cielo desde donde ve todo, todo lo que pasa en el pueblo, para así poder ayudar a los pobres y a los desamparados.
Resulta casi irónico que Benicio descanse en el fondo de la iglesia, cuando tanta fue la oposición del cura Feigueres al niño y sus acciones en vida. Fue el mismo cura quien prohibió cualquier comentario alusivo a la santidad de Benicio en la inscripción de la lápida y quien se ocupó de guardar celosamente los pedidos de canonización, que nunca llegaron al obispo de la provincia.
Ya mucho había tenido que lidiar con Benicio y su familia cuando vivía; era demasiado tener que seguir con la carga luego de la muerte. Claro que, al principio, la muerte había sido de muy poca ayuda.
Benicio fue el segundo de tres hermanos; el menor casi no llegó a conocerlo. Su nacimiento mismo pareció marcar una diferencia: Benicio apareció de espaldas al mundo, como resistiéndose a entrar a la luz de los mortales. La partera tuvo que esmerarse para encender la vida en ese pedacito de carne que no gritaba, no lloraba, apenas si respiraba entre las toallas mojadas que le daban la bienvenida.
Otro varón, escuchó la madre, que ya había imaginado una compañera para poder sobrellevar mejor los trabajos de la casa. Un anuncio que escucharía aún otra vez más antes de resignarse a que el cielo había decidido regalarle hombrecitos, varones que la acompañarían sólo de vez en cuando, como ese padre inexistente que tenían, que aparecía cuando no tenía dónde caerse muerto o lo echaban de algún trabajo en los pueblos vecinos.
Sobre el padre de Benicio también habían corrido muchos rumores. Riselda, la partera y comadre de medio Santa Clara, era la máxima autoridad en la materia, la única que había asesorado a las parturientas sobre fechas y lunas. Riselda aseguraba que cuando Bruna fue a verla para contarle que no le bajaba la regla y empezaba a sentir ese cosquilleo en sus entrañas, había tenido lugar un diálogo que sólo años después cobraría sentido:
-Que son casi dos meses, Riselda.
-Será que hay buenas noticias, entonces.
-Ni tan buenas. Ya no puedo criar a uno…
-¿Y qué dice el Antonio de esto?
-No sabe nada. Y la verdad es que no hizo nada.
-¿Qué, él no es el padre?
-Se me hace que lo que llevo adentro no tiene padre, Riselda.
-¿Cómo es eso?
-Hace meses que no veo al Antonio. Consiguió trabajo lejos, no aparece desde el invierno. Y yo no conozco a otro hombre.
-Será que te habrá venido a visitar de noche, y dejó su regalo sin que te dieras cuenta.
-Será. Pero yo estoy segura de que no es así.
-¿Y entonces quién fue? ¿El espíritu santo? Yo te digo que vino el Antonio y vos ni te diste cuenta. Se habrá ido antes del alba.
Esa conversación fue una de las pruebas presentadas al cura Feigueres para el proceso de canonización, que el cura desestimó sobre la base de que el obispo se reiría de un bebé sin padre y lo único que conseguirían sería poner en ridículo a la iglesia y a todo el pueblo. Bruna se negó a cualquier tipo de declaración, y Antonio sólo volvió una vez más a Santa Clara.
El niño santo nació y nada cambió en el pueblo.
No hubo estrellas señalando el camino a ningún rey mago, ni regalos fastuosos que anunciaran el nacimiento. Benicio era un bebé flaco y callado, que comía apenas lo suficiente como para mantenerse en el mundo, mientras su hermano, seis años mayor, ensayaba los primeros pasos en el campo, ayudando en tareas sencillas y llevando así algunas verduras para la casa.
El primer año, Benicio lo pasó tocado por todas las enfermedades que pudiera sufrir, de fiebre en fiebre y revolviéndose en noches interminables. Una de esas noches apareció Antonio.
Entró tambaleando en la casa sin encender las luces y tropezó con la improvisada cuna en la habitación de Bruna.
Sin detenerse, arrinconó a Bruna entre las cobijas. Antonio despertó con el alba y se vistió despacio, de espaldas a la cuna. Cerró la puerta sin saber que ya no volvería y sin saber que había dejado otro hijo en la casa.
La fiebre con que Benicio festejó su segundo cumpleaños fue la peor de todas y parecía ser la definitiva. Hasta Riselda había advertido a Bruna:
-Mejor despedirse. El Benicio ya casi no es de este mundo, no tiene color, no habla. En cambio el Raulito te necesita, y la única forma de que le calmes los berreos es con tu leche.
Bruna sintió alivio de oír el veredicto de la comadre: ese chico nunca había sido demasiado de este, su mundo; miraba todo con esos ojos como ciruelas que tenía, no hablaba, sólo era una mancha que ahora había dado lugar a esta fiebre larga que amenazaba con consumirlo despacio, sacándole la vida de a gotitas que le caían por la frente y la espalda.
A los pocos días de cumplir los dos años, Benicio se había convertido en una sombra olvidada en un rincón de la cocina, mientras su hermano mayor trabajaba en el campo y el menor crecía fuerte y alegre. Pero una tarde de verano la siesta fue interrumpida por un grito que desencajó la calma de la casa y partió al aire en dos brevísima, casi imperceptiblemente. Unos meses más tarde, todos comentarían que ese fue el momento en que el niño santo había llegado a la Tierra, dentro del cuerpo de un chico de dos años, mudo y casi inmóvil.
Bruna corrió hacia la cocina y la encontró iluminada, con un resplandor que hacía brillar los rincones y obligaba a entrecerrar los ojos como cuando se mira al sol, y en el centro de ese resplandor, triunfante, sonriente por primera vez, hasta heroico, estaba Benicio, los ojos de Benicio que le daban la luz a ese pequeño mundo.
Bruna no pudo, no quiso creer nada de lo que veía, sería un mal sueño, o tal vez el mejor de los que podía haber tenido: tal vez esa era la forma en que el cielo le anunciaba que Benicio estaba muriendo de la fiebre.
Su primer impulso fue tapar a Benicio con una toalla, impedir que se viera la luz desde lejos, pero Benicio, la cosa, el monstruo o como hubiera que llamarlo traspasaba cualquier filtro como una ráfaga.
Seguía mudo como un naranjo, pero había algo nuevo en él que hablaba, que lo volvía más grande pese a su aspecto esmirriado, pese a que daba la impresión de que su cuerpecito podía olvidarse en cualquier rincón o a la orilla del río (algo que, por otra parte, Bruna había llegado a pensar más de una vez).
Benicio -la luz en que se había convertido Benicio- atraía, era un pequeño imán que opacaba al resto de la casa, hechizaba a las cosas y a las bestias: junto a la tabla donde estaba el niño santo y abriéndose paso entre la luz, se acercaron los perros de la cuadra, los insectos se arremolinaron formando figuras geométricas, hasta el viento se acercaba embrujado y se detenía temeroso a pocos pasos de distancia.
También se acercó Nino, el hermano mayor que volvía del campo con las manos casi vacías, y dejó caer su canasta maravillado ante el cuadro: su madre arrodillada frente a un manojo de luz que emanaba de su hermano el enfermizo. No atinó a decirle que sólo había conseguido un poco de trigo, demasiado poco como para tantas bocas. La luz también lo tocó a él y a su canasta y se sintió más puro, más grande; era la primera vez en su vida que podía sentir algo parecido a la felicidad.
Cuando la luz se atenuó, Bruna se levantó y, no atreviéndose a tocar a Benicio, trajo a Raulito del cuarto y lo levantó enfrente de su hermano como una pequeña ofrenda. Nino bajó la canasta junto a la tabla donde descansaba y sonreía Benicio y, como para dejar alguna marca, quiso darle algo del trigo que había cosechado en la tarde, sintiéndose avergonzado por tan poco regalo.
Sin embargo, cuando buscó en el fondo de la canasta de mimbre, le pareció que su mano se encontraba con una parva de trigo como un milagro dorado y luminoso. Benicio se limitaba a sonreír y brillar, y su sonrisa pareció crecer cuando, debajo del cereal, Nino comenzó a sacar relucientes manzanas verdes y rojas.
A los pocos días no se hablaba en Santa Clara de otra cosa que de Benicio y la mano divina que había caído sobre él. En cierta forma, los habitantes del pueblo sentían que eran ellos, y no solamente Benicio o su familia, los afortunados, los elegidos del cielo: hablaban de los milagros del niño santo con orgullo, como sintiéndose parte de algo grande que le pertenecía a cada uno de ellos.
Todos habían ido a ver al santo, en parte por curiosidad o por fe, pero sobre todo porque cada uno tenía algo que pedirle: la cura de una enfermedad, el amor inalcanzable de algún candidato esquivo, agua para la cosecha.
Al principio sólo acudían a rezar, a postrarse frente al pequeño elegido de Dios, pero poco a poco, algunos fueron animándose, hablaban con Bruna en voz muy baja a un costado de la casa y pedían que ella intercediera para solucionar sus problemas.
Se estaba creando una pequeña leyenda acerca de Bruna.
Riselda contó a quien quisiera escucharlo que el chico había venido quién sabe de dónde, y que había nacido muerto, o casi muerto, y que ella había sentido un estremecimiento al tenerlo entre sus brazos, como si el mundo se hubiera detenido con la llegada de Benicio.
No faltó quien contara que una noche un ángel se le había aparecido a Bruna en sueños dándole órdenes de cuidar a Benicio más que a su propia vida, porque así lo querían el Señor y todos los santos.
Bruna se mantenía al margen de todas las conversaciones, pero se cuidaba muy bien de alimentarlas y de mantener el misterio de su hijo en boca de todos. Era, al fin y al cabo, la madre de un santo, y eso la colocaba bien alto, miraba a la gente desde su nueva posición y hasta adoptaba un aire piadoso cuando estaba en público.
En cuanto a los milagros de Benicio, resultaban bastante impredecibles.
Era inútil pedirle acciones determinadas: Santo, se me muere el chico, cúrelo; necesito encontrar trabajo, Niño; se me quemó la casa, ayúdeme Benicio. El chico parecía no comprender nada y seguía en su mundo, alejado de las palabras y de los hombres.
Pero al cabo de unos cuantos días, lo que quedaba claro era que Benicio podía ver, si no oír, algunos problemas. Cuando don Cosme, un vecino, llevó sus mejores gallinas frente a Benicio, sin decirle nada, el niño sonrió e inmediatamente cayeron varios huevos grandes a sus pies. Don Cosme lloró de alegría y agradecimiento: el problema era que las gallinas habían dejado de poner huevos desde hacía semanas y temía que murieran y lo dejaran sin sustento.
El milagro de las gallinas le valió a Bruna un pequeño cargamento semanal de huevos, que agregó a los pequeños tesoros que la gente iba trayéndole: pedazos de carne, pollos, trigo, muebles, vestidos. Aun sin conseguir ningún milagro, la gente del pueblo se sentía obligada a desprenderse de algo propio y valioso para lograr los favores del niño santo.
Los pocos logros de Benicio se comentaban y aumentaban de boca en boca durante días. Una tarde le llevaron a una chica de unos doce años que hacía pocas horas había comenzado a ponerse azul, casi no podía moverse y apenas respiraba. La pusieron frente al niño y ella comprendió dónde estaba, abrió muy grandes los ojos y tosió como si le fuera la vida en ello, escupiendo un enorme carozo de durazno que se le había atragantado.
Luego se desmayó, pero ya definitivamente del lado de los vivos.
La casa de Bruna había sido convertida en el lugar sagrado del pueblo. La iglesia se quedó sin fieles, salvo por las ancianas devotas y los dos o tres tontos del pueblo que no comprendían qué estaba pasando.
El cura Feigueres no se permitía creer en milagros que no le hubieran sido anunciados a él o a algún allegado a la iglesia, y hablaba duramente de Bruna y su familia. Sin embargo, se asesoraba diariamente acerca de los progresos del santo, cuidándose muy bien de no informar nada de lo sucedido a sus superiores, hasta el momento en que fuera inevitable.
No podía creer que Dios se apareciera así, en casa de gente que jamás había pisado su iglesia y no llevaba una vida que pudiera calificarse como muy cristiana. Sin embargo, la gente estaba convencida de los sencillos milagros de Benicio, y hacían largas colas para verlo, para llevarle dádivas y adorarlo, con cientos de peticiones que Bruna se encargaba de administrar.
Había, además, una especie de pacto tácito entre los habitantes de Santa Clara: el niño santo era del pueblo, y allí se deberían quedar él y sus milagros.
Durante el breve lapso de tiempo en que estuvieron tocados por la divinidad, ninguna noticia salió fuera de los límites del poblado: si había un número limitado de maravillas, entonces siempre sería mejor que quedara entre ellos. Si, en cambio, la santidad resultaba ser eterna, ya habría tiempo de comunicarle al mundo las buenas nuevas.
Mientras tanto, Bruna acumulaba las pequeñas riquezas dedicadas a su hijo. Aunque al principio sólo guardaba los regalos, poco a poco fue probándose los vestidos y las pocas joyas que recibían, los primeros días sólo para ella frente al espejo, pero finalmente decidió que la madre del santo tenía todo el derecho de mostrarse como tal, y comenzó a recibir a los visitantes envuelta en sus flamantes galas.
Sus otros dos hijos -los que ella verdaderamente sentía como sus hijos- no se despegaban de la madre: Nino había dejado de ir al campo, y Raulito crecía sano y fuerte. Sólo Benicio se mantenía diminuto en su cuna: no crecía ni parecía tener demasiadas necesidades terrestres. Mudo, obraba sus milagros cotidianos.
Duró poco más de tres meses, tiempo suficiente como para que todo el pueblo adorara a Benicio y lo consagrara el patrono del lugar. Incluso hubo quienes quisieron cambiar el nombre de Santa Clara por el de San Benicio, pero la idea no prosperó. Fue Bruna la que se percató de los cambios que se iban produciendo.
Era casi imperceptible, pero seguro a los ojos de una madre: el chico comenzó a transformarse; algo en él dejaba de estar más allá de la comprensión de los hombres. Benicio mostraba mínimos signos de crecimiento, de interés en el mundo: sólo Bruna podía percatarse del cambio de color en sus mejillas, de cómo su carne iba formando un cuerpecito más redondo.
Por las noches, cuando desaparecía el tumulto de pedidos y regalos, Bruna se quedaba mirándolo; él respondía las miradas -hasta parecía que estaba por echarse a hablar-. Y, quién sabe, tal vez a caminar, a ser un chico más entre los otros.
La gente no llegó a darse cuenta. Benicio los miraba casi con curiosidad cuando venían a visitarlo y dejaban objetos a sus pies; Bruna observaba desde lejos y no dejaba que nadie se quedara demasiado tiempo, ofreciendo excusas y pidiendo paciencia.
Si sospecharon algunos, tal vez pensaron que estaban excediéndose en sus pedidos cuando luego de tres semanas enteras no hubo ningún milagro digno de mención: no fue capaz de curar un ataque de tos ni de hacer crecer los árboles secos. Al mes toda llegaban ofrendas y pedidos, pero Bruna sintió que eran menos que en los meses anteriores.
Cuando se quedaba sola con Benicio, iba creciendo en ella la sensación de que algo se estaba acabando, que le estaba naciendo un hijo para enterrar a un santo, que se acababan no sólo los tiempos de los milagros, sino también los de las dádivas de pollos y vestidos, de aceites y espejos.
Necesitaba otro milagro, tal vez el mayor de todos, o al menos, el más duradero en la memoria del pueblo.
Una noche, luego de un día casi sin visitas, Bruna oyó un ruido que venía desde la cocina. Se acercó y descubrió que era Benicio que trataba de hablar, que su garganta había crecido lo suficiente como para dejar escapar sonidos simples, que comenzaba a ser, de una vez y para siempre, normal.
Bruna se paró frente a la cuna, tomó la almohada -que había sido una de las últimas ofrendas al niño santo- y cerró los ojos mientras hacía una mínima presión. Bastaron unos cuantos segundos para que cesara el forcejeo y esos sonidos que intentaban salir de debajo de las mantas.
Al entierro asistió todo el pueblo, con sus mejores galas y montones de regalos para la familia, que Bruna recibió cubierta con un velo negro, sentada en un sitial de honor en primera fila. El cura Feigueres ofició con toda la pompa del caso, emocionado al ver nuevamente la iglesia llena de gente.
Hubo tristeza, pero también cierta esperanza, algo así como el alivio de saberse mirados eternamente desde las alturas. Los niños que mueren tan jóvenes, se sabe, van directo al cielo, y se convierten en ángeles.