Las ideologías ya no funcionan como antes para explicar la realidad. Décadas atrás la izquierda hubiera interpretado claramente las insurrecciones populares que ocurren por doquier en todas partes del mundo, como la revolución de los pueblos contra sus explotadores, pudiendo entrever una línea conceptual parecida en todas las rebeliones.
Pero ahora los estallidos son para cualquier lado sin la menor coherencia ideológica. Van contra el “neoliberalismo” chileno pero también contra el “chavismo” venezolano. Contra la “derecha” colombiana pero también contra el “socialismo” boliviano. Contra las elites de Hong Kong, pero también contra las de Irán e Irak. No los para ninguna idea, las arrasan a todas en nombre de un terremoto social común pero sin ideología, sin dirigentes y sin contemplaciones.
Otro ejemplo de cómo las ideologías ya no funcionan como antes es el uso creciente de una palabra como “lawfare” (traducido como “guerra jurídica”) donde los que critican el concepto, tanto por derecha como por izquierda, tienen algo en común: Todos creen que el derecho no tiene derecho a juzgar a la política, que a la política sólo la juzga la política.
Y no casualmente, quienes hablan de lawfare también creen que la prensa no tiene derecho de criticar al poder. La crítica al lawfare se relaciona con gente que tiene un pensamiento autoritario en mayor o menor medida, que no cree en la división de poderes.
Quien mejor entendió el término fue el exsecretario de Estado de EEUU, Henry Kissinger, cuando el juez español Baltasar Garzón lo acusó de complicidad con el golpe de Estado de Pinochet en Chile. Kissinger reaccionó diciendo que le estaban haciendo lawfare al cual definió como “la sustitución de la tiranía de los jueces por la de los gobiernos”.
A comienzos del siglo XXI, fueron las fuerzas armadas de los EEUU las que acusaron de lawfare a la Corte Penal Internacional, para evitar rendir cuenta de sus actos de guerra contra países más débiles.
Recientemente fue John Bolton, ex Consejero de Seguridad Nacional de Donald Trump, quien dijo que Palestina está usando el lawfare para ser reconocido como un Estado por la ONU, con la intención de deslegitimar a Israel.
O sea, hasta hace muy poco sólo la extrema derecha, en particular la norteamericana, acusaba a los jueces y a los periodistas de atacarlos por sus políticas de Estado. Que el lawfare era un instrumento de la izquierda para golpearlos.
Pero con la actual confusión babélica de las ideologías, desde hace poco tiempo en la Argentina, y en general en América Latina, la izquierda populista se ha apropiado de la crítica del concepto para emprender su propia guerra contra jueces y periodistas. Sobre todo desde que empezaron a caer presos algunos de sus dirigentes políticos por notorios casos de corrupción en la función pública.
Ahora el lawfare lo hacen los “malos”, léase la derecha, contra los “buenos”, esos líderes populares a los que para impedir que sigan haciendo el bien a sus pueblos, los echan mediante la técnica del lawfare encarnada en los jueces del sistema y los periodistas de los medios concentrados del capitalismo que inventan causas judiciales para destronarlos.
O sea, el lawfare sirve tanto para un barrido como para un fregado. Para Trump o Lula, para Kissinger o Boudou.
No obstante, el origen cierto del concepto de lawfare en la nueva era política iniciada luego de la caída del muro y de la Unión soviética, fue de extraordinaria importancia y merece ser defendido.
Hablamos de la Italia de mani pulite que a principios de la década del 90 del siglo XX, mientras el comunismo implosionaba por el mundo, en dicha península ocurría una revolución en paz de inmensas proporciones: una alianza implícita e impensada entre periodistas críticos, jueces independientes y una opinión pública harta de las corruptelas de los políticos, iniciaba uno de los procesos más impresionantes de juzgamiento y condena a una clase dirigente de la peor calaña, sacándose de encima a prácticamente una generación entera de esa elite. Fue un evidente uso de lawfare con fines benéficos.
El problema es que luego de guillotinada la clase política, no quedó nadie para reemplazarla, porque los jueces, los periodistas y la opinión público no pueden ser su sustituto y si lo fueran fracasarían seguro porque su misión es cuestionar los excesos del poder, no asumirlo. Fue así que poco tiempo después un magnate que manejaba empresas, televisión y deportes se quedó con todo el poder vacío: el inescrupuloso Silvio Berlusconi.
No obstante, años después, el mismo Berlusconi que continuó con las corruptelas, incluso ampliadas, debió someterse también al lawfare, siendo juzgado por corrupción.
En una magnífica película de 2007 llamada “El caimán”, el director Nanni Moretti pone a Berlusconi frente a los jueces y termina el film con un debate entre éstos y el magnate que no tiene desperdicios, (alguna vez ya lo citamos en estas columnas pero vale la pena reiterarlo frente a los nuevos hechos de la actualidad).
Frente al tribunal, Berlusconi dice que no lo están juzgando imparcialmente, sino que están haciendo un uso político de la justicia. Y diferencia entre el gobierno y el poder. El poder formal lo tengo yo, dice, pero el poder real lo tiene la izquierda quien maneja la escuela, la universidad, los diarios, la televisión, la justicia. En Latinoamérica, cuando el populismo de izquierda llega al gobierno dice lo mismo pero al revés.
La fiscal le responde a Berlusconi que en Italia la ley es igual para todos. Y éste le retruca: “Sí, pero yo soy un poco más igual que los otros ciudadanos porque la mayoría de los italianos en elecciones libres me ha conferido el mandato de gobernar”. Con lo cual se considera por encima de todos pero sobre todo de la ley cuando agrega: “En una democracia liberal quien gobierna puede ser juzgado solo por sus pares, o sea, por los elegidos del pueblo. La casta de los magistrados quiere, en vez, tener el poder de decidir en lugar de los electores. Digo que ha llegado el momento de frenarlos”.
Fíjense la impresionante coincidencia con quienes por aquí, desde posiciones de izquierda, suponen que la política no puede ser juzgada por lo justicia, en particular si el pueblo vota a favor de los que están acusados. Que la elección es, de hecho, una amnistía de los supuestos delitos.
Al final, Berlusconi es condenado (aunque difícilmente se cumplirá la condena), y fuera del tribunal le dice a la gente: “Con mi sentencia nuestra democracia se ha transformado en un régimen. Un régimen contra el cual todos los hombres libres tienen el derecho de reaccionar”. La película termina con las masas berlusconianas enardecidas atacando a los jueces y quemando el tribunal.
En síntesis, la izquierda populista reconvierte términos usados por la derecha -como lawfare- para usarlos ella, pidiendo “Navidad sin presos políticos” como si los que le roban al Estado fueran los equivalentes actuales de aquellos a los que las dictaduras condenaban por sus ideas.