Thomas Piketty es el director de la Ehess (Ecole des Hautes Etudes au Sciences Sociales) y se desempeña asimismo como profesor asociado de la Paris School of Economics.
Su meteórico salto a la consideración pública se debe a la publicación (en 2013) de su libro Le Capital au XXIle siécle (alrededor de 700 páginas), cuya versión en inglés ha visto la luz este año (Harvard University Press).
Mediante una investigación que abarca unos 250 años, el académico francés escribe sobre un tema candente, no solo para académicos y políticos sino para la sociedad toda, la inequidad existente en la distribución de la riqueza.
Piketty sostiene como tesis principal un hecho que sin duda se percibe “a simple vista”: la concentración del capital, cada vez en menos manos, genera una creciente desigualdad en la distribución de la riqueza y por lo tanto un incremento de las desigualdades entre las personas.
Cuando la tasa de acumulación aumenta en mayor medida que la del crecimiento económico, la desigualdad se acentúa, sostiene el autor del libro que se ha convertido en un best seller mundial y en el cual incluye numerosos gráficos para fundamentar sus opiniones
Las soluciones
Piketty propone un impuesto sobre el patrimonio mundial progresivo -en un momento se sugiere que podría comenzar en el 0,1% al año para los “menos muy ricos” y aumentar al 2% para las fortunas de más de 5 millones de euros ($ 6,9 millones de dólares)- como la mejor respuesta a la dinámica actual de la desigualdad.
El autor califica varias veces a esta idea como “utópica”, pero luego pasa a explicar por qué es más práctico y justo y puede perturbar la creación de riqueza del capitalismo mucho menos que otros remedios posibles.
Cuando Piketty escribe que los bancos centrales están redistribuyendo la riqueza todo el tiempo, pero no de una manera transparente y democrática, tiene sin duda un punto a favor. Y cuando argumenta que los EEUU deberían considerar el retorno a un “confiscatorio” (su palabra) tipo impositivo marginal máximo del 80% a pesar de que no aportaría mucho dinero (que, básicamente, está de acuerdo con Arthur Laffer en eso) induce, sin duda, a pensar en el tema.
Como es natural, ante el surgimiento de un punto de vista tan singular, una oleada tanto de críticas como de elogios se han derramado sobre el autor y su obra, que contradice opiniones muy arraigadas, como las sostenidas por el economista ruso Simon Kuznof, quien manifiesta que el desarrollo económico tiene una directa relación con la distribución del ingreso.
Sin duda alguna, las dinámicas que generan la acumulación de la riqueza (como las sucesivas herencias) y la distribución de la misma merecen ser estudiadas en profundidad.
Es cierto que el desarrollo económico cada vez más amplio y un mayor y “democrático” acceso al conocimiento dejaron de lado en gran medida las agoreras predicciones de Carlos Marx.
Pero es indudable que muchos de los propulsores principales de esta creciente inequidad, fundamentalmente para el autor la tendencia creciente de los rendimientos del capital a superar la tasa de crecimiento económico, que se percibe visiblemente en nuestros tiempos, está generando desigualdades extremas que generan y generarán en el futuro -si no se corrige la tendencia- conflictos de tal magnitud que harán peligrar los valores democráticos.
Obviamente no estamos en contra de los ricos (aunque sí muchas veces de la absurda y obscena manifestación de opulencia que muchos hacen). Al fin y al cabo, sin ricos, los que laboran en la denominada “industria del lujo” -desde joyas y relojes, hasta automóviles de alta gama, yates y mansiones- verían peligrar su trabajo.
Lo que no debe haber es pobres en el sentido de personas carentes de oportunidades y que, disminuidas física y psicológicamente, no puedan acceder al menos a una vida digna de todo ser humano.
Algunos referentes liberales, progresistas o radicales (el significado del término depende de la geografía en que sea utilizado) se han visto seducidos por la obra (el Premio Nobel Paul Bruman, que en una entrevista con el periodista Bill Mayer calificó al libro de “magnífico”) y la alaban.
Obviamente, otros sectores del pensamiento ubicados en territorios más conservadores o de “derecha” (lo que quiera decir este término tan obsoleto) los cubrieron de críticas. Ver en Financial Times, NY Times, The Economist, Krugman algunas de estas opiniones.
Hace algunas semanas, The New York Times publicó un gráfico que puso a Capital en el siglo XXI en la misma importancia que Adam Smith (La riqueza de las naciones) y John Maynard Keynes (Teoría General)
Esto nos parece un poco desmesurado. Pero incluso antes de que el libro se publicara, Piketty y sus co-investigadores ya habían ayudado a establecer un debate global sobre la desigualdad del ingreso.
Con Capital en el siglo XXI, es posible que Piketty tenga éxito en la inversión de la carga de la prueba dentro de la economía y tal vez fuera de ella, del lado del debate en que uno se ubique
Estimamos que ya no se podrá argumentar simplemente que el aumento de la desigualdad es un subproducto necesario de la prosperidad, o que el capital merece estatus de protección ya que trae el crecimiento.
A partir de ahora, los que afirman tales opiniones deberán proporcionar evidencia de que las mismas son verdaderas.
Un intenso debate ha comenzado entre los economistas y este libro ha traído un poco de aire fresco a una ciencia social tan decaída que algunos responsables de los premios Nobel pensaron en excluirla de los mismos.
Al fin y al cabo, como dijo el autor del que nos ocupamos en esta columna, en una entrevista en The Nation al periodista Isaac Chotier: “Los economistas tienden a pensar que son mucho, mucho más inteligentes que los historiadores, que todo el mundo...”.
Cogito ergo sum, estimado lector. Piense usted también... y exista.