No soportaba ver en las películas -o leer en los relatos- que escribientes arrugaran sus papeles escritos y los tiraran. En esos momentos -y sistemáticamente- se recibía de no-escritor.
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¿Acaso leía? Había símbolos, signos, letras, palabras, ¿pero había un sentido allí? Imaginó millones de libros ardiendo en una interminable fogata. Millones de intentos arrasados por el fuego. Y, al retomar la lectu
ra, ¿habría alguna esperanza futura en esas páginas? No había tiempo. Era obligatorio superar cada oración, cada párrafo, cada capítulo, cada libro. Suponer que no se trataba de un desperdicio de árboles. Creer que, tal vez, valían lo que vale un ladrillo o un serrucho.
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Podía curar con sus manos. Poniendo una mano en la cabeza y otra en el corazón podía resucitar gente. Vio a un grupo de muertos tirados en la calle. Entonces, agarró el arma y la puso en su sien.
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Llueve. Las gotas golpean en el techo. El mundo se limpia para seguir su camino. Los colores se renuevan mientras los insectos salen a la superficie. Llueve. Alguien vive.