Terminar con las agresiones a los docentes

En los últimos días se han reiterado casos de violencia en los que resultan víctimas docentes o personal administrativo en las escuelas de la provincia. Es necesario que se adopten medidas tendientes a evitar la repetición de este tipo de situaciones.

Terminar con las agresiones a los docentes

La difusión pública del documento de la Iglesia Católica, en el que se señalaba que el país está “enfermo de violencia”, erizó la piel de más de un dirigente del oficialismo.

La reacción fue inmediata y, si bien se cuidaron de no rozar la figura del Papa Francisco, las respuestas denostando la opinión de los obispos se centraron en comparar a la Argentina actual con la de principios de la década pasada, entre otros ejemplos.

Lo que ninguno de los funcionarios pudo explicar es el motivo por el cual esa violencia que se plantea en todos los estamentos sociales, según la óptica realista de los obispos, se está reiterando cada vez con mayor asiduidad en sectores sensibles, como el de la educación.

La mayor inquietud se centra en que se han perdido los valores. Décadas atrás, los progenitores reconocían la importancia de los docentes en la instrucción de sus hijos, los respetaban como tales y exigían que sus hijos adoptaran actitudes similares. Con el correr de los años la situación se fue modificando.

Por distintas situaciones ese respeto comenzó a diluirse como consecuencia de actitudes de alumnos y padres que no sólo discuten las decisiones de los docentes sino que, en muchos de los casos, llegan a la agresión física.

Dos hechos, que se sucedieron en los últimos días, no hacen más que ratificar lo señalado. En el primero de los casos, una madre agredió a una preceptora en una escuela de Las Heras, lo que motivó que el personal, en conjunto con el resto de los padres, decidiera tomar el establecimiento educacional y suspender el dictado de clases.

El segundo se presentó en una escuela secundaria de Chacras de Coria y la víctima fue una docente auxiliar que realizaba tareas administrativas, cuyo único “pecado” fue responder a una madre que el traslado de su hija a un establecimiento de Ugarteche no se podría dar de inmediato y que podría demorar algún tiempo. Tanto en uno como en otros casos, las agresiones tuvieron tal nivel de agresividad que las dos víctimas debieron ser internadas.

La respuesta de las autoridades no se derivaron hacia los dos casos en particular sino que se centraron en destacar la redacción de un protocolo para tratar la violencia y las drogas en los establecimientos educacionales, en el marco de un programa que tiene alcance nacional, motivo por el cual el ministro de Educación de la Nación participó en el anuncio respectivo.

Al hacer referencia al contexto de violencia social que llega a las escuelas se indica que existen peleas entre estudiantes, docentes agredidos, padres poco involucrados en la educación de sus hijos, adolescentes que consumen drogas en los recreos, presencia de armas en el aula y niños que llegan a clases golpeados y con diferentes indicios de maltrato físico y psicológico. El panorama es real y refleja la inquietante situación que deben enfrentar los docentes a diario y que exceden en gran medida el aspecto estrictamente pedagógico.

El protocolo incluye los distintos posibles escenarios que involucren tanto a docentes como a padres y alumnos y establece pautas preventivas sobre cómo actuar ante episodios violentos, que pueden incluir agresiones físicas, pasando por la forma en que debe actuar el docente en los casos de detectar violencia familiar y en un tercer plano sobre qué hacer ante la presencia de armas en las escuelas o alumnos que pueden resultar víctimas de trata de personas.

Resulta interesante determinar ese tipo de actitudes que tienen como intención primaria la contención de los chicos en el esquema educativo. Pero también se debe actuar con la urgencia y la seriedad que la situación exige, en los casos de agresiones de familiares de alumnos en perjuicio de los docentes o de otros alumnos, como sucedió en Buenos Aires.

Es necesario poner coto a estas actitudes. De lo contrario ese tipo de situaciones se trasladará a otros espacios de la sociedad y resultará imposible encontrar un remedio a la enfermedad de violencia social que denunciaron los obispos.

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