Como todos los días, Armando se levantó temprano. Tenía por costumbre hacerlo sin la ayuda de esos ringtones insoportables que suelen traer las alarmas de los celulares. Sigilosamente, mientras el resto de su familia dormía, puso la pava a calentar y preparó el mate con la parsimonia que amerita tamaño acontecimiento. Levantó el diario que estaba junto a la alfombra del living, observó los titulares de la portada y, tras un leve parpadeo, se percató de la fecha: viernes 29 de noviembre.
Y como el ejercicio de la memoria es el estimulante más natural de los sentimientos, sus ojos no tardaron en humedecerse, la piel se le erizó y súbitamente las imágenes de aquel día se fueron proyectando en su mente una tras otra. No era para menos.
Cuatro años se cumplían de una fecha marcada a fuego en su corazón. En realidad, ese fin de semana del 26 al 29 noviembre de 2015 los planetas se alineaban y el señor destino le ofrecía un guiño cómplice. La felicidad inconmensurable por el nacimiento de la pequeña Rocío se potenciaba con la inminente posibilidad de que el equipo de sus amores le regalara la segunda gran alegría en apenas 72 horas. Dos sueños hechos realidad.
Mientras observaba el cuadro de ese Deportivo Juan Bautista Alberdi campeón del Torneo Apertura 2015, recordó nítidamente cada instantánea de ese domingo de gloria: la cancha de Sarmiento pululando de camisetas verdes, la conmovedora salida del equipo bajo una lluvia de papelitos, bengalas y fuegos artificiales, el diminuto Juanjo –la mascota del plantel- con la camiseta de pijama posando para la eternidad junto a sus ídolos, en una imagen que al otro día se convertiría en la tapa del suplemento deportivo.
La pasión por el recuperado Deportivo Alberdi era parte del sentido de pertenencia a su lugar, su pueblo, pero también un sentimiento que el abuelo Anselmo -un ex arquero del club al que los entrenadores pasaban a buscar todos los domingos por su casa porque no le gustaba despuntar el vicio- había transmitido a través de sus genes de leyenda. Y esa información era la que justificaba los motivos por los cuales, a partir del alumbramiento casi incesante de sus tres soles (Juanjo, Martín y Rocío), la casa de Armando y Joaquina se había convertido en lo más parecido a un estadio de fútbol. Pelotas por acá, arcos más allá, tribunas improvisadas, guantes, botines, cintas de capitán y la charla “fobalera” de todos los días en la sobremesa de cada almuerzo o cena. El afecto identitario por el club de sus amores era tan grande que hasta la pequeña Rocío, de tanto ir a la cancha a ver jugar a sus hermanos, aprendió a pegarle a la pelota mucho antes de largarse a caminar.
Mientras Armando se sumergía en el océano del recuerdo de esa huella imborrable, desde el fondo de una de las habitaciones irrumpió un sonido intruso que le causó tanta fobia como aversión. “¡Miaaaaaauuuuu, Miaaaaauuuuu, Miaaaaaaaauuuuuu!”, escuchó Armando sentado en una silla de la cocina. En un primer instante, no se preocupó demasiado porque pensó que el maullido venía desde el patio. Sin embargo, el tono del rugido fue aumentando -y cambiando- a medida que el salvaje felino se sintió encerrado. Y se sabe, no hay nada más peligroso que un gatito en esas condiciones. Para colmo, lejos de ser una adorable mascota domesticable, esta “bestia” era increíblemente indómita. Al ver a Armando, el bravío animal intentó escapar de cualquier manera por la puerta ventana de la pieza de la angelical Rocío, quien dormía plácidamente abrazada a una número 5 color rosa que sus padres le compraron el día que se supieron que la niña venía en camino.
En eso, un revuelo de bramidos, arañazos y rasguños contra el vidrio de la puerta ventana, despertó a los otros chicos. Frente al incipiente riesgo y con la clara intención de alejar el peligro, Armando no tuvo mejor idea que tomarlo del pescuezo, pero la respuesta del gatuno fue un feroz tarascón sobre su mano derecha. El felino se escabulló y comenzó a correr por toda la casa. Y cuando la contienda parecía una causa perdida, Rocío bajó repentinamente de su cama y, sin emitir palabra alguna, se perfiló para su pierna más hábil, la zurda, e impactó de lleno a la bola de pelos marrón que atravesó la puerta de rejas con la precisión de un cirujano y dibujó una sinuosa parábola bajo el cielo de una mañana bastante templada. “¡GOOOOUUUUUUHHHH!”, gritaron al unísono Juanjo y Martín mientras la bola de pelos rebotaba contra el caño izquierdo de uno de los arcos de la canchita del patio. Una lástima. Hubiera sido un golazo.