Crecieron en la calle González, a metros de la cancha del Verde, donde cada domingo las mandarinas y los viejos álamos eran dueños de una escenografía que ya no volverá.
Se hicieron amigos en la cantina del club, cuando apenas tenían 10 años y él la besó por primera vez a los 15, en la única tribuna de cemento que aún tiene la cancha.
El pueblo todavía era un puñado de casas bajas, con algunas calles de tierra y un atardecer que nunca quería irse. Vivían a dos casas de distancia, con un baldío en medio, en una calle que tenía cerezos, algunos fresnos y un par de jacarandás. En las noches de verano solían sentarse en el cordón de la vereda a mirar como los gatos cazaban insectos.
Saltar acequias, de vez en cuando mojar sus pies en el agua fría y correr con el corazón a punto de estallar luego de un timbrazo travieso eran parte de sus complicidades cotidianas. Sin embargo, cuando la pelota rodaba, ella no podía contenerse. Él elegía mirarla desde un costado. Nunca fue muy ducho en eso de las gambetas y los goles, pero se las arreglaba bien para contar historias. Incluso en las tardes de lluvia, cuando el vidrio empañado era el límite, inventaba cotejos que se jugaban en canchitas inhóspitas o en barriadas que no existían.
“La tiene Cata sobre la izquierda, juega de primera con el Rulo, avanza el equipo sobre ese sector, va a la marca…”.
El baldío tomó forma de campo de juego una mañana en que los adultos de la cuadra decidieron armar una canchita. Arcos con palos, atados con alambres en sus ángulos para resistir cualquier pelotazo, límites irregulares marcados con cal, y un terreno agreste donde las piedras parecían crecer más que el césped fueron suficientes para los pibes. Desde entonces, ese espacio se llenó de balones que iban a perderse en una chacra vecina y gritos a la hora de la siesta.
Al principio, él no supo como contarle de su pasión. Cuando estaban frente a frente, se le desordenaban las sensaciones: le transpiraba el corazón y las manos le latían. Su manera de decirle que la quería con todas sus fuerzas era a través de relatos que no hablaban de dragones y princesas, sino de un rodete que se desarmaba con el correr de los partidos.
“Cata maneja el balón, toca corto hacia su derecha y va a buscar el pase, se mueve rápido para volver a pasar. Es un felino, señores; un felino elegante, dispuesto a dar el zarpazo mortal”...”.
Un yeso inoportuno en el tobillo cortó por un tiempo las tardes mágicas en el baldío. Él abandonó esa pasión para hacerle el aguante a un costado de la cama. Solía llegar con viejas revistas de El Gráfico para entretenerla. Entre portadas de Diego y Enzo, ella lo agradecía con la sonrisa más linda del universo.
“Vuelve a las canchas la magia, señores; vuelve para mostrar que las gambetas llevan perfume de mujer. Disfruten de su talento; enamórense de su elegancia…”.
La cosa es que fueron creciendo y ya se sabe que eso no es un buen negocio. Una mudanza, un equipo sin jugadores y una chacra que ya no recibía pelotazos armaron el paisaje de un barrio sin pibes.
Volví a verla diez años después, cuando me tocó relatar un partido del fútbol femenino.
Ella lucía hermosa con la camiseta rojiblanca y la 10 en la espalda. Mantenía su elegancia a la hora de la gambeta y su sonrisa rompía defensas.
Y mientras Cata aparece para pedir la redonda, una bandada de gorriones revolotea a su alrededor atando el lazo de la infancia, llevándose aquellas charlas bajo el pino y la tibieza del verano. Había que crecer y crecimos. Mientras que ella sigue gambeteando sin igual, con el perfume de aquellos años inolvidables. Siempre al frente, con su rodete de milagros bien arriba. Toca y va a buscar, amaga un remate, vuelve a enganchar y se va…