Marimacho
Saladas, Corrientes, fue la cuna del Sargento Cabral, aquel soldado heroico que luchó junto a nuestro Libertador, el General San Martín. También fue el pueblo donde yo nací y en el que pasé casi toda mi niñez y adolescencia. Conocía todos los potreros del lugar. Esperaba que me enviaran a hacer los mandados al almacén y poder salir corriendo de mi casa para jugar al fútbol. Siempre me hacía un lugarcito entre los pibes de todos los equipos que se armaban. El tiempo pasaba volando mientras yo jugaba: las horas se convertían en segundos y el amor a la pelota era mucho más fuerte que cualquier paliza que después recibía al regresar con la bolsa de las compras vacía. Eso sí: hinchada no había. Jugábamos sin nadie que nos alentara y sólo las ganas te hacían ser parte de alguno de los equipos. Pero yo sabía que existía algo peor que jugar contra la mirada de una hinchada contraria: las chusmas del pueblo. Esas doñas que creían tener cierta autoridad sobre todo lo que pasaba en Saladas. Siempre estaban mirando, esas viejas metidas y criticonas. Cuando me veían volver corriendo, me gritaban desde algún palier o ventana: «¡Andá a tu casa, marimacho!». Jamás me afectó, porque nunca me importó lo que pensaran sobre mí. Si me dolía, me refugiaba en mi única pasión: jugar a la pelota.
Cuando llegué a Buenos Aires, pasé del pueblo chico, infierno grande, a una ciudad en la que encontré mis alegrías, mi libertad y lo que en ese momento sentí como mi mundo ideal. Al poco tiempo, me encontré firmando para All Boys. Era mi primer fichaje. La alegría me llenaba el alma. ¡Amaba tanto jugar al fútbol! Fui, como casi todas las compañeras, a la Asociación Argentina de Fútbol Femenino. Teníamos que esperar en una sala; iban llamando de a una para firmar. Yo caminaba por las paredes, no me podía quedar quieta de la emoción. Y de repente descubrí un cuadro que me hipnotizó, una imagen que todavía me acompaña todos los días. Me ardía desde el pecho hasta la espalda cada vez que veía una pelota, pero esta vez me quemaba al ver el cuadro redentor. Bajo la foto decía: «Selección Argentina, Mundial México 1971». Ahí nomás se me aflojaron las piernas de la emoción. Lo miraba y lo volvía a mirar: no podía dejar de mirar ese cuadro. La foto me decía quién era yo. También me revelaba que mientras yo apenas empezaba a caminar (soy modelo 1970) ya había un equipo de mujeres que jugaba un Mundial. Quise saber todo sobre ellas. ¿Quiénes eran? ¿Habrían vivido lo mismo que yo? ¿Se habrían escapado de sus casas para jugar algún partido? ¿Dónde aprendieron a jugar? ¿Serían de pueblos como el mío? ¿Las habrán llamado marimachos alguna vez? ¿Cómo llegaron a vestir la camiseta de la Argentina? Pregunté, porque no podía creer lo que decía el cuadro. Y me lo confirmaron: «Ésa es la Selección Argentina femenina del Mundial de México de 1971». Era maravilloso. Lo repetía para poder creerlo: esas pibas habían jugado una Copa del Mundo.
Explotaba de emoción. Las quería conocer. Desde entonces fui parte de ellas. Luchamos día a día para que bajaran del cuadrito, como dijo una vez la jugadora Betty García. Luchamos por hacerlas visibles y que se conocieran esos nombres propios. Ellas son Marta Soler, Ofelia Feito, Marta Ponce, Susana Lopreito, María Fiorelli, la capitana Angélica Cardozo, Teresa Suárez, Zunilda Troncoso, María Cáseres, Virginia Andrada, la subcapitana Betty García, Blanca Brucoli, Elba Selva, Virginia Catáneo, Eva Lembesis, Marta Andrada y Zulma Chopito Gómez. Y ya pasaron veintiocho años durante los que salieron conmigo en cada cancha donde jugué. Las llevo en el corazón. Son nuestras ídolas, amigas y compañeras de la vida. Mujeres jugadoras de fútbol. Hermanas. Fueron las primeras en ganar a Inglaterra (4 a 1) en un Mundial de Fútbol. Eso fue el sábado 21 de agosto de 1971 ante 110 mil almas en el mítico Estadio Azteca. Una jornada inolvidable para todas y una fecha que debería ser declarada Día de la Mujer Futbolista para que se recuerde la proeza, para que todo el mundo sepa que unas luchadoras abrieron el camino de todas las que vinimos después. Cuentan las crónicas de ese día que fueron cuatro goles de la número 10, Elba Selva, con cuatro pases de la número 9, Betty García. Ellas invirtieron los roles y, como siempre dijo Betty, lo importante era ganar un partido y que la pelota entrara aunque los goles los hiciera la arquera, Marta Soler. A las de ese cuadrito redentor, hoy las llamamos las Pioneras del Fútbol Femenino en la Argentina. Escuché una voz que decía mi nombre. Me llamaban: tenía que firmar para poder jugar. Ese cuadrito parecía estar ahí para iluminar mi futuro, nuestro futuro, el de muchas a las que alguna vez nos llamaron marimacho