Mientras en todos los sectores esperan que avancen los proyectos de reforma que el Ejecutivo envió al Congreso, se deslizan preocupaciones en charlas más reservadas, porque nadie quiere parecer funcional a la oposición. Muchas de esas críticas también se escuchan en algunos despachos oficiales.
La mayor preocupación viene de la política monetaria del Banco Central (BCRA), que se expresa a través de un mecanismo de metas de inflación y el uso de la tasa de política monetaria como herramienta para contener el proceso de suba de precios.
Después de haber relajado los niveles de tasas en el segundo trimestre, cuando la inflación subió, hubo una recuperación del nivel de tasas, lo que se agudizó en octubre hasta subir a 28,75%. No obstante, la inflación no bajó.
La lógica de este modelo de pensamiento monetarista consiste en que el BCRA puede regular la cantidad de moneda en el mercado con el objeto de limitar la demanda de bienes y servicios para contener los niveles de precios. Pero esto es pura teoría que, además, ha fracasado en los países que la han aplicado.
En una economía como la Argentina, con un elevado nivel de déficit fiscal (este año 4,2% del PBI), con un 30% de pobres, donde no se creaba empleo privado desde 2010, y actualmente lo que se crea es más autoempleo que otra cosa, la duda pasa por saber quién tiene los pesos que hacen subir los precios, porque no son los consumidores los que tiene el poder de modificar las variables.
El problema que genera es que, ante la suba de tasas, eso hace subir los costos de financiamiento y, por lo tanto, tiende a ralentizar el nivel de actividad económica. Esta menor actividad traerá al Ejecutivo menor crecimiento de la recaudación y le complicará el objetivo de bajar el déficit fiscal.
Las variables se complican
Está claro que hay un desacople entre la política fiscal (el gasto y la recaudación) y la política monetaria. Además, se agrega una variable adicional como es la necesidad de ajustar las tarifas por sobre la inflación promedio para recuperar precios relativos.
Este dato objetivo, el de la necesidad de recuperar tarifas es el que, además, complica las metas de inflación y éste es un dato que el BCRA no puede ignorar.
Esta modificación de tarifas genera impacto en la inflación en el mes que se aplica pero luego se incorpora a los costos de las empresas y ya no se puede desagregar, con lo cual en los meses siguientes se suma a la inflación estructural.
Pero el nivel de déficit, que es muy alto, tiene que ser financiado con deuda externa, lo que genera ingreso abultado de dólares que el Banco Central compra. Estos dólares en el mercado generan una tendencia a la baja del tipo de cambio que no puede superar los niveles actuales y se sigue atrasando contra la inflación persistente.
Al tener que emitir tanta moneda para comprar los dólares que ingresan por los préstamos, el Banco Central se ve obligado a tratar de retirar pesos excedentes del mercado y, para ello, recurre al mecanismo de emitir estas letras (Lebac), las cuales ya han superado un volumen de 1 billón de pesos, lo que implica un alto endeudamiento del BCRA.
Pero este elevado nivel de tasas genera otro efecto colateral, ya que cuando el BCRA fija tasas del 28,75% da la señal que está esperando una inflación superior a la fijada en las metas oficiales y con ello da señales negativas al mercado. Las empresas, ante la incertidumbre, tratan de cubrirse.
Este peligroso círculo de elevado gasto, deuda y altas tasas de interés no tiene nada de virtuoso porque el resultado final es que la inflación se mantiene alta y no podría ser de otra manera. Con el abultado déficit fiscal, la madre del problema, lo demás son artificios monetarios para tratar de disimular la cantidad de moneda que la política fiscal pone en el mercado. El resto son sólo formas de financiamiento del descalabro del gasto.
La oferta salarial del Estado
Los gobernantes siempre están preocupados por los salarios de los empleados del Estado, olvidando que el Estado no tiene recursos. Esos recursos pertenecen a los particulares a los que el Estado se los saca compulsivamente, a través de los impuestos, con la promesa de dar servicios de calidad, algo que no ocurre en ningún sector.
No obstante, los empleados del Estado ganan más que los privados, en general, y ahora el gobierno se despacha con un bono de $ 5.000 y una propuesta del 14% de aumento de sueldos para el año próximo.
El bono en sí mismo es un despropósito porque genera una expectativa negativa en toda la sociedad. El gobierno nacional y varias provincias ya dijeron que no pagarían ningún bono mientras Mendoza, que aún tiene déficit, se despacha con este monto que supone una gran erogación de recursos, que además lo quiere pagar en negro. Sería razonable que el Estado fuera el primero en dar el ejemplo y pagar en blanco todo lo que debe abonar.
Pero, además, genera un problema para los sectores privados, que se verán presionados por los gremios para conseguir un beneficio similar. Lo más razonable sería haber actualizado por inflación la base de 2017 y luego establecer un acuerdo similar para 2018. Pero como el gobierno no se caracteriza por ser generoso, es casi seguro que la ecuación general sea favorable a las finanzas provinciales.
Pero si el gobierno puede ofrecer un monto semejante en un solo pago, bien podría acelerar la rebaja de impuestos, como ingresos brutos, para mejorar la situación de las empresas locales y generar menos presión sobre los precios a los consumidores o del impuesto de sellos, que grava seriamente muchas operaciones como la compra de automóviles.
A medida que se avanza en las prometidas reformas lo único que se confirma es que los gobernadores podrán seguir gastando tranquilos (aunque con cierta moderación) y que todo es cambio de figuritas que tendrá mayor costo fiscal para la Nación, con lo cual la esperanza de bajar la inflación es cada vez más lejana. Ya el presidente del BCRA ha estirado los plazos y ahora dice que seremos un país normal en 2022, cuando antes la promesa era conseguirlo en 2019.
El país no va por buen camino y esto no es culpa de los ciudadanos sino de la clase política, que arma el presupuesto y el manejo del gasto en su propio beneficio.